El lugar de la predicación en el Culto cristiano
La predicación en el Culto cristiano.
Juan María Tellería Larrañaga - En líneas generales, han sido muy escasas, por no decir nulas, nuestras aportaciones a La LUZ Digital (y a otros medios) en relación con algo tan básico como es la predicación en el culto cristiano. Y no precisamente porque la consideremos de poco valor, sino debido al hecho de que son muchas y excelentes las reflexiones realizadas por otros colaboradores sobre el tema, hasta tal punto que poco se puede añadir a lo que ellos han expresado. Si hoy nos hemos decidido a compartir con nuestros amables lectores una opinión personal acerca de este asunto, ha sido por la constatación de hecho de un temor creciente en gran número de predicadores contemporáneos: no decir nada nuevo, no aportar nada interesante que no se haya escuchado en otros momentos; en una palabra, no ser originales[1].
Recordamos nuestros tiempos de joven predicador recién egresado del seminario, allá por los años 80 del siglo XX, y la tensión que suponía el tener que elaborar un buen sermón para el oficio divino del culto principal[2] —sin olvidar ni descuidar las reuniones que tenían lugar a lo largo de la semana—, es decir, un mensaje que “dijera algo”, que “aportara algo” a una congregación, como tantas, harta de escuchar siempre al orador de turno dando vueltas sobre los mismos asuntos. Nos habíamos propuesto, como todo predicador novel, acabar con la terrible ecuación sermón = tedio mortal[3], y pretendíamos, con la mejor voluntad del mundo, hacer que la congregación vibrara literalmente ante una exposición bien hecha de un tema concreto, especialmente doctrinal[4]. En tanto que ministro de culto recién estrenado y con ciertos intereses lingüísticos muy patentes, estábamos plenamente convencidos, por un lado, de la degradación del ministerio de exposición de la Palabra en manos de pastores mal formados, únicamente capaces de entretener a sus congregaciones la media hora o tres cuartos que duraba el sermón por medio de chistes chuscos, anécdotas personales insulsas o ilustraciones trasnochadas tomadas de libros antiguos; y por el otro, de que la predicación había de ser poco menos que una disertación magistral de exégesis bíblica, vétero o neotestamentaria, bien saturada de términos y expresiones de las lenguas originales en que vieron la luz las Sagradas Escrituras; finalmente, las congregaciones se reunían en templos o capillas, creíamos en aquel momento, exclusivamente para aprender. ¡Pues entonces, había que enseñar! Y cuanta más documentación se evidenciara en la enseñanza, tanto mejor.
Hoy día, treinta años después, no dejamos de sonreír piadosamente ante aquellas baladronadas de erudición à la violette, propias de la inexperiencia y de la juventud, al mismo tiempo que damos gracias a Dios por la inmensa paciencia de aquellas buenas gentes tan comprensivas y tan cariñosas para con un joven tan pretencioso. Probablemente, no vibraron en los asientos ante aquella farragosa e inoportuna saturación de semántica, morfología y sintaxis griega y hebrea, pero desarrollaron, sin duda, un espíritu caritativo que les habrá redundado en bendición en sus vidas posteriores.
Mucho ha llovido desde entonces. Nuestra propia vida ministerial se ha desarrollado por distintas áreas, en diferentes campos, con nuevos horizontes, nueva formación y un aprendizaje permanente de las realidades del púlpito y del culto, no siempre fáciles de asimilar. Ello ha incidido en una nueva manera de enfocar el ministerio de predicación de la Palabra en el ámbito del culto cristiano, sin temores y sin la presión agobiante de una originalidad forzada. Podemos resumirla en cinco puntos esenciales que exponemos a renglón seguido, esperando resulten útiles a más de un compañero de ministerio:
1º) La predicación de la Palabra forma parte del culto cristiano, ciertamente, pero no es el culto cristiano. Debido a sus difíciles circunstancias históricas, el cristianismo ha experimentado una atomización que no ha beneficiado al equilibrio cultual del Cuerpo de Cristo; al contrario, lo ha empobrecido. La evidencia la tenemos en el día de hoy, cuando hallamos denominaciones de todos los tamaños y colores, algunas de venerable raigambre histórica, otras de recentísima aparición; unas con tradiciones cúlticas muy elaboradas, frente a otras cuyo culto se basa en la más cruda e insolente improvisación; unas con una visión global de la realidad eclesial y mundial, frente a otras con horizontes mucho más restringidos. Todo ello tiende a la confusión y, en el peor de los casos, a fomentar intransigencia y fanatismo, especialmente en los sectores de hechura más reciente y menor formación. Lo cierto es que las luchas denominacionales[5] han tendido a marcar los cultos con señas de identidad propia de cada grupo frente a los demás, desequilibrando la balanza a favor de alguno de sus elementos constitutivos en detrimento de otros igual de importantes: el ejemplo típico es la diferencia entre el culto católico romano, centrado en el Sacramento[6], y el protestante, centrado en la predicación[7]. La realidad es que, en aras de una mejor y más equilibrada presentación del culto cristiano, la predicación ha de entenderse como una parte importante, pero no como el conjunto. Debe hallar su lugar, juntamente con la celebración del Sacramento y los cánticos, dentro de una liturgia equilibrada que sepa conservar elementos fundamentales de la tradición cristiana más genuina[8], sin descartar nada que contribuya a ensalzar a Dios[9]. De este modo, su preparación no ha de suponer el desafío de afrontar toda la carga cúltica, sino una continuidad dentro de una línea ya marcada, lo que, desde luego, no ha de mermar su espontaneidad cuando se considere necesario.
2º) Como consecuencia del primer punto, el tiempo consagrado a la predicación no debiera sobrepasar los quince o veinte minutos, como máximo. Aunque ciertos manuales clásicos de homilética, aún al uso en muchos seminarios de distintas denominaciones, hablan de un mínimo de treinta o treinta y cinco minutos de disertación o exposición de la Palabra[10], la realidad es que tal coyuntura únicamente es posible en el caso de un tipo de culto consistente casi sólo en la predicación, con muy pocos elementos que la acompañen, y con una congregación que haya desarrollado una gran capacidad de atención y de concentración. La realidad vivida por la mayoría de los predicadores[11] es que un sermón que sobrepase los treinta minutos puede generar en el auditorio una sensación de fatiga o cansancio, lo que se traducirá indefectiblemente en distracción y pérdida de atención; y el propio orador, reconózcase o no, en una exposición ininterrumpida que dure más de treinta minutos, sufre cierta dosis de agotamiento, que se hará más o menos visible según sus características personales, pero que estará ahí. Por mucha que sea su experiencia o sus “tablas”, las limitaciones físicas del aparato fonador hacen su aparición, especialmente a partir de una cierta edad no muy avanzada, lo que aconseja prudencia en su empleo. Una predicación que no rebase los veinte minutos por estar integrada dentro de un culto en el que la liturgia dé también cabida a otros elementos como los arriba señalados, exigirá del predicador un mayor esfuerzo de concentración y síntesis del mensaje que haya de compartir; ello redundará, sin duda, en una mejora de la calidad de la exposición y un enfoque en lo estrictamente esencial, sin demasiadas posibilidades de desviarse hacia asuntos o temas secundarios. Y, qué duda cabe, la congregación agradecerá esa claridad expositiva, lo que contribuirá a una instrucción más sólida en los principios fundamentales del evangelio.
3º) Lo expuesto en el punto anterior explica perfectamente éste que vemos ahora: El púlpito cristiano no es una cátedra[12]. Lo habíamos señalado al comienzo de la reflexión: constituye una gran tentación para algunos predicadores, especialmente si son jóvenes y bisoños, hacer del culto dominical una prolongación de las clases recibidas en el seminario o en la facultad de teología, cuando no de otras materias cursadas en cualquier universidad o centro donde hayan realizado estudios, sean eclesiásticos o civiles. Nadie pone en duda la imperiosa necesidad de que los pastores de las congregaciones estén bien formados, y en cuantas más áreas del conocimiento, tanto mejor[13]. Pero esa formación debe mostrarse, no específicamente en alardes innecesarios de erudición (¡ni tan sólo bíblica!), sino en una manera clara y sencilla de exponer el mensaje que Dios desea para su pueblo. El bagaje cultural del predicador se hará evidente en su vocabulario, en un buen uso del idioma, en la riqueza y la propiedad de la expresión, pero, por encima de todo, en la claridad y la buena estructuración conceptual de lo que vaya a transmitir. Si es un experto en lenguas bíblicas, evidentemente podrá explicar términos y situarlos adecuadamente en su contexto literario preciso, pero no es necesario que malgaste el tiempo de la exposición de la Palabra mostrando de manera exhaustiva el funcionamiento de la declinación de los nombres o la conjugación de los verbos en los idiomas en que se redactaron las Sagradas Escrituras. Lo mismo se puede decir de cualquier otra especialidad académica en que se hubiera graduado. Aunque, indudablemente, el ministerio pastoral sea inseparable de una función docente en la vida de la Iglesia (Ef 4:11: pastores y maestros. RVR60), esa enseñanza no consiste en un plan de estudios reglados o unos programas al concluir los cuales se haya de rendir exámenes, sino que tiene otro horizonte, otros alcances, como veremos a continuación.
4º) La predicación cristiana no tiene como centro ni como base un libro, sino una persona. Esta afirmación puede hacer que más de uno se encuentre incómodo al leerla, pero la realidad se nos impone. Demasiadas veces hemos escuchado el conocido “slogan” según el cual los cristianos, y muy especialmente los protestantes[14], “somos el pueblo del Libro” (con mayúscula, referido, naturalmente, a la Biblia), pero no es cierto. Los musulmanes son un pueblo de un libro, el Corán, que confiesan ser un escrito redactado y compuesto en los mismos cielos, de donde habría descendido tal cual hoy se puede leer; en cierta medida, los judíos ortodoxos podrían también entrar dentro de esta curiosa definición[15]. Pero no los cristianos. No seguimos a un libro, por inspirado o importante que sea, sino a una persona viva, a Cristo. Desde el principio, los cristianos nos hemos confesado discípulos de Jesús de Nazaret, no de las Escrituras. A lo largo de los primeros siglos de historia de la Iglesia debieron ser muy pocos los fieles cristianos que tuvieran acceso a ejemplares completos o porciones selectas de las Sagradas Escrituras, pero ello no supuso un obstáculo para que la fe de Cristo se extendiera y se consolidara por toda la tierra conocida. Ni siquiera el Sola Scriptura de la Reforma, tan manido y tan venteado por ciertos grupos, puede entenderse en este sentido, pues no lo comprendieron ni lo expresaron así los propios Reformadores: junto al Sola Scriptura se hallan el Sola Fides, el Sola Gratia, el Solus Deus (o Soli Deo gloria) y, por encima de todo, el Solus Christus. Como es de todos bien sabido, el propio Lutero llegó a poner en duda la validez o la autoridad de ciertos escritos contenidos en la Biblia porque, según su opinión, no reflejaban exactamente a Cristo[16]. Ningún credo de la cristiandad primitiva ha puesto las Escrituras en lugar de Cristo. Al contrario, se ha reconocido el valor de la Biblia en tanto que testimonio directo de la persona y la obra de Jesús el Mesías, el Hijo de Dios, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento[17]. De ahí que caigan en una trampa quienes hoy, llevados de un celo escriturístico mal comprendido y de muy reciente hechura[18], se empeñan en hacer del púlpito una exposición apologética a ultranza de los escritos bíblicos en sí[19], o de ciertas enseñanzas que, según se pretende, derivan de ellos, pero no están centradas exactamente en la persona y la obra redentora de Cristo. Es evidente que las fábulas judaicas y las cuestiones necias, y genealogías, y contenciones, y discusiones acerca de la ley, que el propio Nuevo Testamento califica de vanas y sin provecho (Tit 1:14; 3:9), hoy como en la época apostólica, parecen haber relegado a Cristo en muchos púlpitos, con las consecuencias negativas que ello implica, tanto para el predicador como para la congregación.
5º) Finalmente, la predicación cristiana debe consistir en buenas nuevas, nunca en malas. Esta última característica es la derivación más lógica posible del punto anterior. Un púlpito en el que la persona y la obra de Cristo sean el centro indiscutible, jamás podrá devenir vocero de malas noticias. Es cierto que el predicador cristiano, al igual que los profetas veterotestamentarios y los apóstoles del Nuevo Pacto, ha de reconocer la realidad del pecado, de la rebelión innata del hombre contra el Supremo Hacedor, de la caída de nuestra especie desde el comienzo de los tiempos, y de la condición de debilidad del propio pueblo del Señor, sin concesiones a fantasías ni quimeras, pero al mismo tiempo debe hacer entender a la congregación que todo ello ha sido plenamente asumido por Cristo Jesús en su obra expiatoria conforme a los propósitos eternos de Dios. La exposición de las Escrituras en el ámbito del culto no puede, por tanto, sino proclamar un perdón completo y genuino, una salvación que es real y plena[20], una redención que consiste en una redignificación total de la persona humana, y, por supuesto, convertirse en un desafío permanente a manifestar gratitud al Dios revelado en Cristo a través de una vida de obediencia a su voluntad. Un púlpito que se deleite en lanzar anatemas a diestro y siniestro contra todo el mundo, o a condenar abiertamente a personas concretas, estará realizando la obra del diablo, el acusador de nuestros hermanos (Ap 12:10), jamás el designio divino para nuestra gran familia humana. Por otro lado, la dimensión evangelística del culto cristiano, que es algo imposible de obviar, exige que toda predicación conlleve un llamado implícito a la entrega total del hombre al amor de Cristo. Y eso tan sólo puede hacerse si Jesús es presentado como lo introducen las Escrituras: como el Redentor y Salvador del hombre.
Digamos, en conclusión, que el predicador cristiano no ha de angustiarse por la preocupación de ser “original” o “decir cosas nuevas”. El Todopoderoso lo ha llamado para que transmita la antigua verdad de que Cristo es el Señor. Lo único que le debe preocupar es, por tanto, proclamar fielmente a Jesús. Por la Gracia de Dios.
[1] Hemos recibido últimamente varias comunicaciones privadas de amigos y compañeros de ministerio de muy distintos lugares y denominaciones, que nos preguntaban directamente cuál era nuestro punto de vista sobre el tema.
[2] No olvidamos las palabras que en un retiro pastoral pronunciara el dirigente nacional de la denominación a la que entonces pertenecíamos: “En una Europa dominada por el calvinismo, no podemos permitirnos el lujo de predicar mal. Hay que dedicar mucho tiempo a la preparación de nuestros sermones.”
[3] Máxime teniendo en cuenta que algunos manuales de homilética culpaban y responsabilizaban abiertamente a los predicadores de una realidad tal.
[4] Aquella denominación hacía mucho hincapié en asuntos dogmáticos, especialmente en lo que ella consideraba sus doctrinas distintivas.
[5] Resultaría absurdo negar que han existido o que existen en nuestros días.
[6] Eucaristía, Cena del Señor o Sagrada Comunión.
[7] El culto ortodoxo, en cambio, se centra en todo un ceremonial litúrgico muy elaborado que puede durar varias horas, y el culto evangélico, especialmente en algunas denominaciones, en lo que se ha dado en llamar alabanza.
[8] Nos referimos a fórmulas de invocación trinitaria, recitación del Credo o del Padrenuestro y la conservación de un calendario litúrgico universal centrado en los grandes hechos de la vida de Jesús y los orígenes de la Iglesia tal como los presenta el Nuevo Testamento: Adviento, Natividad, Epifanía, Pascua, Ascensión y Pentecostés. Los hitos fundamentales de la Historia de la Salvación, en una palabra.
[9] Imposible no pensar en las palabras del teólogo reformado suizo Karl Barth cuando afirma:
“Calvino no cesaba de insistir en la necesidad de un servicio de Santa Cena cada culto dominical. Es lo que nos falta hoy: el sacramento todos los domingos […] la predicación alcanzaría así todo su significado. Entonces sería, realmente, recte administrare sacramentum et pure docere evangelium […]
Seríamos, sin duda, mejores protestantes si nos dejáramos instruir en este asunto por el catolicismo romano. No descuidando la predicación, como él hace a menudo, sino restituyendo el sacramento a su lugar legítimo.”
Barth, K. La proclamation de l’évangile. Neuchâtel (Suisse): Delachaux et Niestlé, 1961. Existe una versión castellana de esta obrita, lo mejor que hemos leído jamás sobre el púlpito cristiano, pero, como hemos comprobado personalmente, una total desconocida en muchos medios religiosos.
[10] Proponen algunos de ellos una duración de unos tres cuartos de hora o incluso una hora completa para un sermón ideal, basándose en la experiencia de ciertos grandes oradores del mundo anglosajón del siglo XIX.
[11] Algo similar a lo que ocurre con los conferenciantes y profesores universitarios. Los profesores de secundaria y bachillerato, así como los maestros de primaria, hacen uso en sus clases de otros recursos que permiten a los alumnos actividades complementarias a lo que llamaríamos lecciones magistrales, por lo cual pueden, en circunstancias normales, trabajar en horas lectivas de unos cincuenta o cincuenta y cinco minutos sin exceso de fatiga.
[12] En el seminario en que cursamos nuestros estudios ministeriales básicos, se nos decía del continuo: “el púlpito no es una tribuna”, entendido en sentido político. Un predicador del evangelio no debía aprovechar la predicación para hacer propaganda de ningún partido o facción política.
[13] Nunca se insistirá lo suficiente en este punto. Un predicador carente de formación, por muy buena voluntad que tenga, a la larga o a la corta se convierte en un problema grave para la Iglesia. La experiencia lo está evidenciando de continuo en múltiples denominaciones.
[14] En el día de hoy, son las llamadas “iglesias evangélicas” las que más hincapié hacen en esta idea, sobre todo como contraste con otras iglesias cristianas.
[15] Aunque no todas, alguna de sus tradiciones viene a decir que el escriba y sacerdote Esdras recibió el Pentateuco o Sagrada Torah completo por revelación divina, ya que el original se habría perdido con la destrucción del templo de Jerusalén por los babilonios. Cf. el apócrifo 4 Esdras.
[16] El luteranismo posterior ha desarrollado estas ideas hasta elaborar su concepción del “canon dentro del canon”.
[17] Cf. las propias palabras de Jesús acerca de este asunto en Lc 24:27,44; Jn 5:39.
[18] Es propio del movimiento evangélico del siglo XIX y de corte anglosajón.
[19] Y de cuestiones derivadas, como sus autorías o fechas de composición, de lo cual se pretende imponer como dogmas incontrovertibles lo que no pasan de ser meras opiniones de siglos pretéritos que no resisten un estudio serio del tema. Es lamentable.
[20] Aún sentimos escalofríos, cada vez que tratamos sobre este tema, cuando nos vienen ciertos recuerdos de infaustos predicadores que hemos tenido la mala fortuna de escuchar, y cuyos sermones se explayaban durante largas sesiones hablando de la salvación de Cristo como una cuestión de porcentajes: Cristo sólo nos podía salvar en un 50, un 40 o incluso un ¡5 por ciento! El resto, pobres de nosotros, habíamos de ganarlo por nuestros propios esfuerzos. Así se comprende que algunos creyentes de ciertas congregaciones experimentasen después de cada servicio de culto una especie de depresión espiritual y que incluso abandonaran sus iglesias.