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Ponencia del Rvdo. Juan Larios en el Retiro de Ministros IERE 2016


El Culto en el Antiguo Testamento

Rvdo. Juan Larios Antequera - Introducción: Preguntaba Plinio el Joven[1] al Emperador Trajano, en una de sus epístolas a él dirigida, “¿cómo había de obrar con los cristianos a la hora de aplicar las leyes cuando tenía que juzgarlos?”

En esa misma epístola a la que nos referimos, también le decía lo siguiente:

“Han declarado que todo su error o su falta ha consistido en reunirse algunos días fijos antes de la salida del sol para cantar en comunidad los himnos en honor a Cristo que ellos reverencian como a un Dios. Ellos se unen por un sacramento y no por acción criminal alguna, sino que al contrario para no cometer fraudes, adulterios, para no faltar jamás a su palabra. Luego de esta primera ceremonia ellos se separan y se vuelven a unir para un ágape en común, el cual, verdaderamente, nada tiene de malo.”

Entre las muchas cuestiones que pueden inferirse de este documento, y concretamente de estas palabras que aquí recogemos, se nos indica algo que tiene que ver, desde mi punto de vista, con nuestro tema principal; y es, a saber, que el mundo pagano de la época, el pensamiento grecorromano de ese momento, no fue capaz de entender, al menos en un principio, la práctica de la naciente fe cristiana por considerarla, entre otras cosas, irracional, incluso un auténtico peligro para el buen desarrollo de la propia cultura, como se desprende del final de la carta, y que no hemos recogido aquí por motivos obvios.

La carta pone de manifiesto que no parece que el mundo romano pensara que los cristianos disponían, siquiera, de un culto como tal; entre otras cosas porque ni tenían un templo donde adorar a su dios, pues se reunían en las propias casas particulares para compartir una comida entre oraciones y cánticos en honor a una persona a la que consideraban divina.

Obviamente, los cristianos si tenían su propio culto. Un culto que llevaba consigo unos antecedentes, especialmente traídos de culto sinagogal judío, pero que ya se alejaba de manera fundamental y clara de las habituales prácticas cúlticas de la época, como veremos. Tal vez ese “alejamiento” era lo que hacía al cristianismo totalmente incomprensible.

Y ¿Dónde residía la diferencia? O formulada la pregunta de otra manera ¿Dónde estaba lo novedoso o la originalidad del culto cristiano que le alejaba de los demás cultos? Desde mi punto de vista esta originalidad residía en el vínculo entre culto y vida. Mientras la acción cúltica no cristiana quedaba separada de la realidad y el compromiso social, el cristianismo irrumpió en la arena religiosa aportando un fuerte interés y compromiso por los derechos de las personas, especialmente con la defensa de su dignidad.

Ahora bien ¿era esta vinculación vida-fe realmente original de la nueva “religión”? Obviamente no. Solo tenemos que pensar en las fuertes y duras palabras de los profetas de Israel, principalmente los del Siglo VIII y VII a.C. censurando la actitud de los dirigentes judíos y denunciando las injusticias que cometían con el pueblo.

¿Quién no recuerda aquellas palabras del profeta Oseas: “vuestra piedad es como la bruma de la mañana y el rocío de la madrugada, que se desvanecen […] misericordia quiero y no sacrificio, y conocimiento de Dios más que holocaustos (6:4,6)

O aquellas de Isaías: “¿Para qué me sirven la multitud de vuestros sacrificios? Estoy harto de vuestro sebo y vuestros carneros, no quiero sangre de bueyes, ni ovejas ni machos cabríos […] lo que quiero es que hagáis el bien, obréis conforme a derecho, restituyáis al agraviado, hagáis justicia al huérfano y amparéis a la viuda” (1: 11; 16, 17)

O aquellas otras de Miqueas: “¿Con qué me presentaré al Señor? ¿Me presentaré con becerros de un año, con holocausto? ¿Se alegrará el Señor de millares de corderos o diez mil arroyos de aceite? ¿Daré a mi primogénito por mi rebelión, fruto de mis entrañas por el pecado de mi alma? Oh hombre, él te ha declarado lo que es bueno y pide de ti, que hagas justicia, que ames la misericordia y te humilles ante él (6: 6-8)

Así podríamos seguir con un buen número de textos que encontraríamos tanto en los libros sapienciales como en los salmos y profetas; incluso en la propia Ley.

El mismo Jesús, que no parece que fuera un hombre muy dado a la práctica de los sacrificios en el Templo, recogerá esta línea profética y arremeterá una y otra vez contra la falta de una ética humanizadora de los gobernantes judíos y contra las injusticias que cometían contra el pueblo, poniendo el acento siempre en la justicia y la misericordia, realidades que para él están por encima de los ritos, incluso del propio culto (Mt. 5: 24,25; Mt. 5: 20). Esto mismo lo continuarán las primeras comunidades cristianas.

No parece pues que haya duda en la continuidad, en este aspecto, del pensamiento judío y cristiano.

Por otro lado, es claro también que el cristianismo, una vez que sale del contexto judío y va desarrollándose dentro del contexto cultural grecorromano, bebe también de éste último[2] y viceversa; algo que queda, de alguna manera impreso en los propios escritos del Nuevo Testamento. ¿Implica esto que tengamos entonces que considerar el culto cristiano como una síntesis de elementos judíos y grecorromanos o helenísticos? No parece que así tengamos que entenderlo, pero, obviamente, tampoco hemos de verlo como una ruptura radical con ambas realidades. Lo más acertado entonces sería ver en ello una “independencia” creativa, puesto que, como indican algunos autores[3], “el vino nuevo necesita también odres nuevos”.

Tomando pues esta pequeña introducción como punto de partida, y teniendo en cuenta esta continuidad de la que hemos hablado, vamos a centrarnos, ahora si, en el tema que nos ocupa.

Comenzaremos por un sencillo acercamiento a la cuestión etimológica.

El término “culto”. La palabra “culto” nos viene a nosotros del término latino “cultum”, que a su vez viene del verbo latino “colere”, verbo polisémico que puede significar “cultivar”, “cuidar” o “servir”. Se entiende pues el “culto” religioso como el servicio que presta el hombre o una comunidad a las fuerzas sobrenaturales o divinas en las que cree. También podemos describirlo como la expresión y actuación concreta en la que se manifiesta una religión. Todo culto posee unas normas y formas determinadas y fijas llamadas ritos; de manera que existe una íntima relación entre culto y rito. Pero también hay que tener en cuenta que el culto abarca e incumbe toda la realidad humana y es portador de una dimensión trascendente y, por supuesto, simbólica y que tiende a santificar tanto al hombre como a la comunidad que lo practica. El instrumento regulador del culto es la tradición, bien sea oral o escrita y que posee una fuerza extraordinaria que la defiende de los cambios. El culto también necesita un lugar donde celebrarse, un lugar sagrado, así como determinados tiempos y fiestas. Todo ello conforma una realidad que se repite en todas las culturas, es decir, una dimensión universal. Es importante resaltar aquí que el culto, por su propia naturaleza, no puede ser reducido a algo puramente ritual, pues como hemos apuntado es una acción que afecta e incumbe a toda la realidad humana.

El culto en el Antiguo Testamento. Al abordar la temática del culto en el AT, hemos de tener en cuenta lo que hemos dicho acerca de la continuidad. En este sentido hay que hablar, en primer lugar, también de continuidad entre los elementos culturales y cultuales de los pueblos del entorno judío y los del pueblo judío propiamente dicho, principalmente del entorno cananeo.

En cuanto a los conocimientos que poseemos acerca del culto durante la época de los patriarcas, hemos de decir que son algo imprecisos. La época de los patriarcas supone el primer estadio de la adoración de Israel.

Sabemos por alguna de las tradiciones literarias[4] que conforman los primeros relatos bíblicos, que Abrahan es originario de Ur de los Caldeos, de donde en algún momento partirá con todo su clan hacia la tierra de Canaan (Gn. 11:31). No obstante se quedará en Haramm, una ciudad situada al noroeste de Mesopotamia y en medio de una de las importantes rutas comerciales del entorno. Ur está situada en el sur de Mesopotamia, en la desembocadura del rio Eufrates, en el golfo pérsico. Sus ruinas actualmente se encuentran en los alrededores de Nasiriya, en la actual Irak.

No es seguro situar la fecha para la época de Abraham, pero podemos hacerlo aproximadamente y en principio, alrededor del 2100 a. C. Parece, a juzgar por los relatos bíblicos, que Abraham tiene una relación fuerte con un dios personal que le promete cosas y le protege. Abraham ofrece culto a este dios. Su hijo, Isaac, también es guiado y protegido por este mismo dios al que rinde culto (Gn. 26: 1 ss.) Los nombres con los que nombran a este dios son, entre otros, “fuerte”, “escudo”, incluso “toro” (Gn. 49: 24, “el toro de Jacob”)

La experiencia cúltica de los patriarcas con dios no se limita a un lugar específico, pues ese dios les sigue en su caminar; es un dios también itinerante como ellos. Esta es, precisamente, una forma cúltica de todas las tribus nómadas y migratorias.

Otra cuestión importante es que los patriarcas dan culto al Dios “El”, nombre que, curiosamente, también es dado al dios supremo en los mitos ugaríticos, y donde aparece también como el dios creador del género humano, señor, juez, guerrero, exaltado, perfecto, incluso pastor[5].

Si recordamos el episodio de los diezmos a Melquisedek por parte de Abraham, estamos ante un caso de legitimación del culto cananeo ya establecido, pues este Melquisedek, es rey de Salem, probablemente Jerusalem, y sacerdote del dios “El Elyon” (dios altísimo). Tengamos en cuenta que en la Biblia, “El” y “Yaveh” terminan siendo reconocidos como uno y el mismo Dios, y el nombre de “Yaveh” es dado por el pueblo posteriormente, con Moisés.

No sería equivocado afirmar que los patriarcas participaban también de las estructuras y cultos de la religión cananea, pero modificando ambas dimensiones en muchos aspectos; aunque estas modificaciones, según algunos autores, fueron hechas por los escritores posteriores para evitar parecer ofensivo.

Otro dato importante a tener en cuenta es que los patriarcas dan culto a Dios en diferentes lugares, levantando altares y ofreciendo en ellos sacrificios. También era esto una práctica de los cananeos, quienes pensaban que eran espíritus los guardianes de estos enclaves llamados “de transición”. Estos lugares podían ser valles, colinas o incluso árboles.

Por ejemplo, Abraham levantará un altar en Mamré y en Betel; plantará un árbol en Beersheba donde invocará el nombre del Señor. Isaac y Jacob harán lo mismo. Más tarde, curiosamente, “Dios mismo” ordenará a Israel que restrinja el culto a los lugares que él mismo le indique: “suprimiréis todos los lugares de culto donde los pueblos que vais a desalojar han adorado a sus dioses: en lo alto de los montes, en las colinas y bajo todo árbol frondoso. Demoleréis sus altares, romperéis sus estelas, derrumbaréis las esculturas de sus dioses y borraréis su recuerdo de aquel lugar” (Dt. 12: 2,3). No puedo dejar aquí de recordar esas imágenes tan brutales de los milicianos del Estado Islámico destruyendo esculturas de miles de años de antigüedad en Irak. Esta ley, sin embargo, no fue dada por Dios a los patriarcas.

Esto quiere decir que el pueblo de Israel, aun sin abandonar propiamente las formas cúlticas cananeas, llevó a cabo una ruptura radical en cuanto a los contenidos y significados de los ritos, y, por tanto, del culto en general.

Por tanto el pueblo de Israel ofrecerá un nuevo concepto de Dios y vivirá una radicalmente diferente experiencia de Él y con Él. Quiero decir que para Israel, Dios será un Dios único que se encuentra con su pueblo al que sigue, voluntariamente, en su propia historia y comenzando con un acontecimiento único, la liberación de la esclavitud. Un Dios que oye y se conmueve ante el sufrimiento de su pueblo.

Esto marca ya una radical diferenciación y originalidad del culto judío con respecto a los cultos de los pueblos vecinos. Lo que significa que el culto que el pueblo de Israel ofrecerá a Dios, será un acontecimiento de reciprocidad entre Dios y su pueblo. El Dios de Israel siente el sufrimiento de su pueblo, se encuentro con él, habla en medio de él y con él; actúa en medio de él y con él; camina en medio de él y con él. Esto no tiene parangón en ninguna otra religión.

Y ¿Cuál será el acontecimiento concreto que hará que el culto de Israel quede vinculado a la revelación del Dios que le ha liberado y ha hecho con él una Alianza? El Éxodo. Dios mismo le dirá a Israel que salga de la tierra de esclavitud y se dirija al desierto para darle culto (Ex. 3: 12, 18; 4:23; 5:1,3,8,17; 7: 16,26)

¿Qué implicará esta acción en adelante? Pues no solamente el abandono de la tierra donde son esclavizados, sino también el abandono del culto a las divinidades paganas y sus rituales, así como la conversión al único Dios verdadero. Y así quedará expresado para siempre (Ex. 6:7) De ahí en adelante, el culto de Israel ya no será un culto caracterizado por un contenido mítico, atemporal y de elementos naturales o cósmicos, sino que será un culto que se caracteriza por la fe en un Dios único, personal, relacional, trascendente y que ha entrado en la propia historia de un pueblo acompañándolo en su peregrinación humana.

Algunas dimensiones del culto del Antiguo Testamento[6].

Dimensión comunitaria. En base a todo lo que llevamos dicho, creo que podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que el culto de Israel fue siempre un hecho social. Siempre estuvo ligado, y en primer lugar, a una comunidad de personas que es a la vez religiosa y política. Esta es también una realidad diferenciadora con respecto a los cultos de otras culturas. Esta realidad hace que el pueblo tenga consciencia de ser “pueblo de Dios”, a la vez que “nación santa”.

Será por eso por lo que todo el culto del AT (ritos, fiestas y todo acto cultual) es mirado desde esta perspectiva. El pueblo deberá tener todo esto en cuenta en todos cada uno de los actos de su vida. Debe vivir siempre delante de Dios de manera que todo lo que haga esté en sintonía con la voluntad de Dios.

Dimensión salvífica (soteriológica). El pueblo de Israel se sitúa en una tierra concreta que le ha sido prometida por Dios, y toda su temporalidad constituye un tiempo de salvación. Su culto está anclado dentro de esta dimensión. Como hemos dicho anteriormente, ya no es un culto dedicado a las fuerzas de la naturaleza o a dioses caprichosos, sino un culto de y para salvación. Signo de ello es, por ejemplo, el giro que se produce en el significado y contenido de las propias fiestas.

Por ejemplo: La fiesta de la siega, fiesta agrícola de canaan, se convertirá en la celebración de las siete semanas, que evocará el tiempo de la liberación. La fiesta de la inmolación del cordero, así como la de los ácimos, dejarán de ser fiestas agrícolas en honor a las divinidades de la naturaleza para convertirse en la fiesta de la Pascua, que evocará en adelante el paso de la esclavitud a la libertad. La recolección de los frutos, pasará a ser fiesta de los tabernáculos, evocando la peregrinación por el desierto y el hecho de que Dios mismo habitó en medio de su pueblo en una tienda. Incluso la fiesta del sábado, fiesta de sentimientos nefastos para los pueblos cananeos, será un día santo y dedicado al Señor y que evocará la Alianza de Dios con su pueblo. Obviamente podemos volver a insistir en el hecho de que la distancia cúltica entre el pueblo de Israel y los pueblos del entorno es drástica.

El culto de Israel está irrevocablemente vinculado a su propia historia interpretada proféticamente como una vinculación salvífica por parte de Dios. Por anto el pueblo mismo queda implicado en esta acción, algo que no encontramos en otros pueblos.

Dimensión personal. Todo esto implica, de forma incuestionable, una actitud interior personal con la que cada persona debía presentarse ante Dios a la hora de dar culto (1Sam. 15: 22; Am. 5:21-25). Esto explica las duras palabras, una y otra vez, de los profetas contra el sacrificio puramente ritual y externo; algo que también a nosotros, en la actualidad, debería provocarnos acerca de nuestra manera de ofrecer culto a Dios.

Está claro que la mala disposición de la persona es objeto de juicio para Dios. Por tanto el culto sin disposición adecuada no es agradable a Dios, lo que significa, sin lugar a dudas, que el culto de Israel exigía la conversión del corazón.

Dimensión profética. Por último abordamos la dimensión profética del culto del AT. Este culto, en base a la misericordia y el amor de Dios, está indudablemente orientado a la esperanza futura de salvación. La misma comunión entre Dios y su pueblo expresada en él, apunta a la esperanza de reconciliación de Dios no solo ya con el pueblo de Israel sino también con toda la humanidad (Is. 2: 2-5; Miq. 4: 1-3; Ag. 2: 1-9; Zc. 14: 16-21). Será pues Dios mismo quien llevará a cumplimiento todas sus promesas purificando a su pueblo y colocando su palabra y su Ley en el corazón de los hombres.

Conclusión. Para concluir esta charla, termino diciendo que, al menos desde mi punto de vista, el elemento fundamental del culto en el AT lo constituye el descubrimiento (don de la Revelación) y la celebración de la implicación de Dios con su pueblo, más aún, con la humanidad, en su propia historia que convierte en historia de salvación y liberación por medio de la Alianza que el mismo Dios ofrece a su pueblo. La consciencia de implicación de Dios mismo en la vida, lo que implica que el culto no puede separarse del compromiso moral y la lucha por la justicia. Esto exige, obviamente, una respuesta y también un compromiso personal, lo que supone que todas cada una de las expresiones de la vida sean convertidas en actor verdaderamente cúlticos ofrecidos desde un corazón verdaderamente convertido.

Bibliografía utilizada

Bright, J. La Historia de Israel

De Vaux, R. Historia Antigua de Israel Vol. I y II. Instituciones del Antiguo Testamento.

G. Calderón. Los textos de Ugarit en la Biblia. Véritas, vol. IV. 2009. Dialnet, Unirioja

Jaeger, W. Cristianismo primitivo y paideia griega

Noth, M. El mundo del Antiguo Testmanto.

Von Rad, G. Estudios sobre el Antiguo testamento. Teología del Antiguo Testamento I y II

Westermann, C. Dios en el Antiguo Testamento.

[1] Cayo Plinio Cecilio Segundo. Conocido como Plinio el Joven; sobrino del erudito Plinio el Viejo. En sus Epístolas, concretamente en las dedicadas al emperador Trajano. Finales del Siglo I.

[2] Jaeger, Werner. Cristianismo primitivo y paideia griega.

[3] Oscar Cullman. J. Bergamini. J. Lopez

[4] Sacerdotal (P)

[5] G. Calderón. Los textos de Ugarit en la Biblia. Véritas, vol. IV. 2009. Dialnet, Unirioja.

[6] De Vaux, R. Historia Antigua de Israel I y II. Instituciones del Antiguo Testamento. Wstermann, C. Dios en el Antiguo Testamento. Von Rad, G. Estudios sobre el Antiguo Testamento. Teología del Antiguo Testamento I y II. Noth, M. El mundo del Antiguo Testamento.

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