LO SUBLIME Y EL ÉXTASIS
En mi por ti me moría
y por ti resucitaba
(Juan de la Cruz).
Desde abajo lo sublime es una sublimación o elevación, desde arriba lo sublime es un descenso o irrupción. Pero lo sublime es fundamentalmente transversal y oblicuo, ya que atraviesa la realidad para expresar o exprimir su ser. Y el ser de la realidad dice eros o amor, quicio o junción, juntura o coyuntura, reunión o cópula de diversos dispersos.
Acceder al ser como implicación de los seres es arribar a una visión no meramente estática de la realidad, pero tampoco puramente dinámica, sino “extática”. El éxtasis es la intuición radical de lo real en su cruz o encrucijada, en su ensamblaje o coimplicación, en su complicidad. Lo cual es visto por el hombre como algo trascendente o trascendental, enigma o misterio. El problema es cosa del ente o cosa, el enigma es propio del ser, el misterio se refiere a Dios, lo divino o lo sagrado.
Pues bien, lo sublime es un enigma que tiende al misterio, ya que simboliza el éxtasis del ser, la revisión del mundo como tiempo transtemporal, la transmutación o sublimación de lo corporal o material en alma espiritual, la destilación del sentido a partir de los sentidos. Pero la clave de lo sublime está en la sutilización del eros y su condensación en el amor. Porque lo sublime y su éxtasis solo se revela al deseo amoroso, un deseo que acaba esquivando su deseo de posesión para ser deseado y poseído por otro, por el Otro.
Nuestro yo se queda así colgado y flotando, evanescente, en una dejadez, dejación o desasimiento que trasciende el amor terrestre sobrepasado por un amor que se desfija, libera y sobrevuela, al que Sócrates y Platón llaman el amor celeste. Este es un amor que trasfigura el barro de la tierra en vasija de cocción, a través del fuego de un querer liberador. La aspiración fusiva del querer humano es aquí aspirada por el requerimiento de un querer transfusivo o metamorfósico, de un amor transformativo. Es la noche clara del amor traslúcido que sucede a la noche oscura del amor traslúpaco.
Lo sublime nos sublima y el éxtasis nos extasía. Es así como el amor destila nuestras pasiones y se destila a través de filtros que filtran nuestro desasosiego y finitud, hasta alcanzar lo místico inefable, invisible e inasible, pero sensible a una sensibilidad refinada o cultivada. En cuyo caso ser es ser amado tras amar, ser es ser superado tras supurar los seres o entes, ser es ser vaciado para ser llenado por la luz. Una luz que es la sombra del Dios, sombra divina trasparente en sí y opaca aún para nosotros.
Dios comparece aquí místicamente como el lugar/lagar que me transmuta todo, trasfigurado por amor, así pues lo sublime como sublimación de lo subliminal. Por algo decía Victor Hugo que amar es la mitad de creer, y en efecto creencia dice querencia. Al amar pretendemos poseer, pero finalmente somos poseídos por el propio amor que nos trasciende, como nuestra propia otredad latente y latiente. Es sobre todo en la vejez cuando una tal experiencia resulta más posible y plausible, por cuanto quemadas las naves del tiempo, ya solo nos resta la eternidad.
Pero la eternidad es el mar que se fue con el sol, dice Rimbaud, así pues el mar evaporado y sublimado por el sol, el cual es el éxtasis de la luz, la cual es la sombra del Dios o lo divino. No extraña que amar a las creaturas positivamente conlleve finalmente ser amados por su Creador. Y es que el amor es la muerte del ego y la resurrección del trans-ego.