LA VENIDA DEL PARÁCLITO
Domingo de Pentecostés constituye una de las grandes festividades del calendario cristiano universal, y como a veces se ha dicho, es el cumpleaños de la Iglesia. La Iglesia nace el día de Pentecostés cuando el Espíritu Santo desciende, conforme a las promesas de Jesús, sobre el grupo de discípulos reunidos, quienes a partir de ese momento iniciarán las labores de evangelización del mundo, porque solo el poder del Espíritu Santo puede garantizar la extensión del cristianismo.
Pero Pentecostés tiene también otra vertiente, otro significado, y muy marcado por cierto en la teología de San Juan. El Espíritu Santo, a quien el cuarto evangelio da el nombre de Paráclito —del griego “paraklitós”, término de no fácil traducción (1)— es alguien a quien Jesús envía tras su partida al Padre con una muy señalada misión. Así lo leemos en San Juan 16:8-11:
“Y cuando él venga, convencerá al mundo de pecado, de justicia y de juicio. De pecado, por cuanto no creen en mí; de justicia, por cuanto voy al Padre, y no me veréis más; y de juicio, por cuanto el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado.”
El Paráclito, pues, no solo se muestra como un poder desatado que todo lo inunda y todo lo conmueve (2), sino que también ostenta una elevada misión catequética para con el mundo, reflejada en el verbo “convencer”. ¿Convencer de qué?, cabría preguntarse. La respuesta la da el propio Jesús.
En primer lugar, el Paráclito convencerá de PECADO. ¡Atención a este concepto! El término “pecado” es uno de los más habituales en el vocabulario religioso de todos los tiempos, pero de especial divulgación en el mundo evangélico de nuestros días. Son muy numerosos los púlpitos que cada domingo se explayan hablando del pecado, describiéndolo de mil y una maneras, pintándolo con innumerables colores, amenazando sin recato alguno a cuantos pudieran caer en sus garras… y equivocándose radicalmente con ello. El pecado al que hace referencia nuestro Señor y del cual el Paráclito habrá de convencer al mundo consiste en el hecho de que no se cree en Jesús. Millones de seres humanos de nuestros días oyen hablar de Jesús, si no a diario, sí cada año, con ocasión de ciertas festividades del calendario universal, incluso en países no cristianos (3), pero ello no significa que crean realmente en él, ni siquiera que lo conozcan o sepan quién es. El Evangelio según San Juan es el que más hincapié hace en la idea de que Jesús es aquel a quien Dios ha enviado a este mundo con una misión restauradora del hombre. En el trasfondo teológico de este evangelio no creer en Jesús constituye, por lo tanto, la mayor manifestación de rebeldía contra Dios, la mayor afrenta que el ser humano puede hacer a su Creador. Aquello que tantos concienzudos predicadores de nuestros días estigmatizan a voces como pecado no es nada en comparación con lo que las palabras de Jesús en San Juan 16:8-11 permiten entrever. Que el Salvador del mundo haya caminado entre los hombres y que haya dado su vida por ellos supone el mayor acontecimiento de la historia humana. Mostrar indiferencia o incredulidad ante este hecho, ignorarlo por completo, es el gran pecado que destruye a este mundo y del cual el Paráclito ha de convencer. ¡Ojalá nos convenza también a nosotros los cristianos!
En segundo lugar, de JUSTICIA. Pocos conceptos habrán sido tan estudiados y discutidos a lo largo de la historia del pensamiento y la civilización humana. Ni todas las culturas ni todas las religiones lo han entendido de la misma manera. Hoy en día se perciben diferentes formas de comprenderlo y de explicarlo incluso entre las filas cristianas. En la Biblia se habla de una justicia muy especial, estrechamente vinculada con el propio Dios, ya en los libros del Antiguo Testamento: el Dios de Israel es un Dios esencialmente justo y garante del orden en el mundo, por lo que su concepción de lo correcto y lo incorrecto, siempre tendente a favorecer a los más débiles y a los indefensos (4), puede no coincidir con el pensamiento humano. Pero en San Juan 16:8-11 Jesús hace una sorprendente declaración al asimilar el concepto de justicia con el hecho de que él regresaba al Padre y ya sus discípulos no volverían a verlo. Dicho de otro modo, la verdadera justicia a la que apuntaría el Paráclito consiste en que Jesús está con el Padre. Cristo, Dios hecho hombre y por lo tanto hombre que goza del rango divino, encarna en su persona esa justicia, de modo que —y ello es algo que nos resulta especialmente caro a los cristianos reformados— nuestra propia justicia está garantizada en él y solo en él. Jesús nos representa delante de Dios Padre, por lo cual resulta vano e inútil cualquier esfuerzo por nuestra parte a fin de obtenerla. Nadie es justo (¡nadie es justificado!) excepto a partir de la obra exclusiva de Jesús. La coletilla añadida “y no me veréis más” constituye en sí misma todo un desafío a la fe del creyente —¡y del mundo entero!— llamado a creer sin haber visto. No es porque sí que el Evangelio según San Juan sea el que contenga el conocido episodio de Santo Tomás Apóstol, amonestado por Jesús debido a su incredulidad. No podemos ver a Jesús, pero sí podemos creer (¡he aquí el poder del Paráclito!) que él está ante Dios Padre y que nuestra justicia se hace realidad en su persona.
Y en tercer lugar, para concluir, el Paráclito habrá de convencer de JUICIO. Desde la aparición de la profecía clásica en Israel, y muy especialmente a partir de la composición y redacción de los libros de los profetas (5), la idea de un juicio al final de los tiempos va tomando cuerpo en el pensamiento religioso de Israel, se afianzará en la literatura apocalíptica (6) y llegará al judaísmo y al cristianismo (7), de donde pasará al islam. Pero la declaración de Jesús en San Juan 16:8-11 resulta sorprendente: no hace referencia a un supuesto juicio punitivo contra las impiedades de los seres humanos, sino que dice con claridad que “el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado”. No que vaya a ser juzgado, sino que se lo ha juzgado ya. El mundo en el que vivió Jesús y en el que se redactó el cuarto evangelio fue un mundo particularmente aterrorizado por la creencia en espíritus malignos (demonios) que pululaban por la tierra y causaban males a los hombres. Oscilando entre la fe y la superstición, los primeros cristianos —algo de lo cual algunos pasajes neotestamentarios dejan constancia— también evidenciaban este temor y, desgraciadamente, muchos sectores del cristianismo contemporáneo parecen no haber superado esta etapa primitiva. Jesús indica con meridiana claridad que el juicio del cual el Paráclito debe convencer es de la destrucción del gran adversario de Dios y de los hombres, de su anulación total, de forma que ningún poder maligno pueda aniquilar la comunidad cristiana (8) o vencer el avance del evangelio. Ningún cristiano de nuestros días debiera vivir obsesionado por supuestos demonios o poderes adversos que dominen nuestro planeta. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo y Padre de todos nosotros es supremo soberano. Ni siquiera la maldad del ser humano puede frenar la obra del Paráclito. El evangelio sigue su camino victorioso hasta el final.
Pecado, justicia y juicio. Tres conceptos capitales que todos los profesos creyentes en Jesús debiéramos tener muy claros a la luz de la teología juanina. Ojalá el Paráclito nos convenza también a nosotros.
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
Presbítero
Delegado Diocesano para la Educación Teológica
Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)
Literalmente significaría algo así como “aquel que es llamado o convocado”, de donde sus sentidos derivados de “abogado defensor” o “consolador”.
Aspecto este de primera necesidad en aquel momento en que la Iglesia iniciaba su andadura, pero que carecía de las exageraciones a que son tan proclives las sectas carismáticas actuales.
Piénsese en la extensión de las celebraciones navideñas hasta en el extremo Oriente. Todo su entramado puramente comercial no obvia que se trata de una festividad religiosa de recuerdo del nacimiento de Jesús.
Véanse las distintas disposiciones a favor de los débiles en los códigos legales del Pentateuco, como, por ejemplo, las “leyes de santidad y justicia” de Levítico 19. La inspiración divina es evidente en medio de normativas humanas que responden al momento y la cultura en que los sagrados textos fueron redactados.
El libro de Amós sería el primero en ver la luz, según los especialistas.
Cf. en nuestras biblias el libro de Daniel.
Así los credos históricos: el Apostólico y el Niceno-constantinopolitano. Véanse también las grandes confesiones de fe de las iglesias de la Reforma.
Recuérdense las palabras de San Mateo 16:18: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del no prevalecerán contra ella.”