CUANDO DIOS NO ERA DIOS O EL TERRORÍFICO YAHWEH DEL ANTIGUO TESTAMENTO
Hemos de reconocerlo con total honestidad. El Antiguo Testamento presenta en múltiples ocasión imágenes impactantes de Dios que asustan y repugnan a muchos lectores actuales de la Biblia, desde aquellos pasajes en los que con una manifestación de absoluta crueldad ordena genocidios enteros (1), hasta otros en los que parece “arrepentirse” de ciertas acciones (2), por no olvidar algún que otro en el que incluso se apacigua por medio de sacrificios humanos (3). Historias de tal envergadura nada tienen que envidiar a las que narran ciertos mitos paganos en relación con sus divinidades, que actúan exactamente igual. De ahí que sean numerosas las personas que, frente a situaciones como las señaladas, hayan optado por dejar de lado las Escrituras o incluso las hayan considerado una obra nociva para la educación de niños y jóvenes (4).
Pero no solo es el lector ocasional de las Escrituras quien se enfrenta a cuadros tan repulsivos del Dios de Israel. El propio creyente cristiano, máxime si, como sucede en los ámbitos protestantes y evangélicos, está habituado a pensar que la Biblia ha de ser la fuente de su meditación diaria y su crecimiento espiritual en tanto que palabra revelada de Dios, se encuentra incómodo ante pasajes veterotestamentarios como los antes indicados, u otros similares, que, se quiera reconocer o no, constituyen una dura prueba para su sensibilidad. De ahí lo que en ocasiones hemos llamado “la tentación marcionita” (5), vale decir, el rechazo sistemático del Antiguo Testamento y su valor para la Iglesia cristiana, y sobre todo, especialmente en los sectores más ultraconservadores y fundamentalistas, las desesperadas (¡y torpes!) apologías que intentan justificar, peor que mejor, esas supuestas actuaciones divinas, aun a riesgo de caer en contradicciones y sinsentidos (6).
De entrada, diremos que la Biblia no puede ni debe ser justificada. O se la acepta tal como es o se la rechaza, pero no ha lugar intento desesperado alguno de “lavarle la cara”. Así se escribió y así nos ha llegado, con sus luces y sombras, pese a todas las aserciones, a veces irracionales, acerca de su inspiración (7). Ello nos obliga a leerla de manera muy cuidadosa y, especialmente en el tema que nos ocupa, las imágenes de Dios que vehicula, actuar con la mayor prudencia posible, acudiendo a cuantos conocimientos nos proporcionen las disciplinas auxiliares de los estudios bíblicos.
El pueblo de Israel, como se colige de una lectura incluso rápida del Antiguo Testamento (8), no siempre concibió a su Dios Yahweh del mismo modo. Experimentó una marcada evolución en su idea de Dios que es detectable en los textos sagrados y en las, a veces, antiquísimas tradiciones subyacentes (9). Del misterioso y exclusivista Dios del desierto del Sinaí revelado a Moisés en Éxodo 3-6, un Dios que se acerca para liberar a su pueblo debido a una ancestral alianza realizada con los antepasados de las tribus de Jacob, se pasa rápido, tan pronto como la nación hebrea se asienta en la tierra de Canaán, a un Dios que compite con las divinidades autóctonas, los famosos “baales” y sus correspondientes “astartés”, con los cuales parece mimetizarse en cierto modo (10), para dar paso más tarde al Dios de los profetas, que en un rápido proceso, se convierte en el Dios único (11) y universal (12) presente en el primer judaísmo de Esdras y Nehemías, y más tarde en el cristianismo y el islam. Esta evolución del pensamiento religioso de Israel se evidencia en los rasgos primitivos atribuidos a Dios que conservan ciertas tradiciones, ya reseñados, que en la redacción actual del Antiguo Testamento coexisten con una concepción más elevada de la Divinidad. El ejemplo clásico lo constituye el libro del Génesis, en el que nos topamos con los rasgos sublimes del Creador del mundo y Dios Providente que camina con los patriarcas Abraham, Isaac y Jacob en una atmósfera de Gracia neotestamentaria, al mismo tiempo que con un Dios primitivo que se arrepiente de haber creado al hombre o que destruye implacablemente las ciudades de la llanura (13).
Es esta concepción primitiva y tribal de Dios la que nos explica los rasgos agresivos e incluso criminales que Israel le atribuye en lo que atañe a su historia nacional. Los hebreos tuvieron clara conciencia de ser el pueblo elegido desde su experiencia vital en Egipto, de manera que muy pronto se entendieron a sí mismos como ejecutores de una obra divina. Su historia sería, por tanto, una historia salvífica, un recuento de grandes gestas realizadas por Yahweh a favor de su heredad escogida. De este modo, las tradiciones sobre las guerras de conquista de Canaán se convierten en una épica nacional con sello divino: es Dios quien pelea por Israel y los enemigos de Israel se convierten en enemigos de Dios. Solo de este modo podemos entender (¡que no justificar!) genocidios, masacres, destrucciones masivas, violaciones y estupros narrados como si fueran actos queridos y ordenados por el propio Yahweh.
El judaísmo posterior, aun alcanzando una mayor madurez en su concepción del Dios de Israel, jamás se atrevió a destruir o redactar de otro modo las tradiciones históricas de sus antepasados. Las dejó tal como las halló. Cierto es que los primeros maestros judíos, especialmente en la diáspora (14), así como los talmudistas de los siglos subsiguientes, explicaron muchas de aquellas narraciones en clave alegórica o intentando racionalizarlas, clara evidencia de que les resultaban incómodas e incompatibles con el grado de espiritualidad a que habían llegado, pero mantuvieron los textos, ya considerados como sagrados, en el estado en que los habían recibido. Tal es la Escritura Sagrada que hoy llamamos Antiguo Testamento en el mundo cristiano (15), la que conoció Jesús y la que recibió la Iglesia primitiva.
Jesús no cita jamás en los Evangelios, tal como hoy los leemos, pasajes cruentos del Antiguo Testamento. No intenta justificar las Escrituras ni las imágenes distorsionadas que a veces ofrecen de Dios. Jesús solo se interesa en el Antiguo Testamento en tanto que testimonio acerca de su persona y de su obra; la imagen de Dios que vehicula no la toma directamente de la historia sagrada, sino de sí mismo, de su estrecha relación con él, al que llama su Padre y nuestro Padre, su Dios y nuestro Dios (16). Y tal debiera ser para la cristiandad de hoy, incluso para sus elementos marginales, la clave interpretativa de esas figuraciones tan oscuras del Dios único. Yahweh, el Dios de Israel, es el Dios Padre del Nuevo Testamento, cuya revelación suprema es Cristo. Cuanto leemos acerca de él en el Antiguo Testamento debe ser siempre cribado y tamizado a través de Cristo y su mensaje salvífico. Únicamente de este modo podremos separar la paja del trigo, aquello que Dios realmente hizo y dijo en Israel de lo otro que es mera lectura humana, la interpretación de los hechos históricos realizada por un pueblo antiguo que no había alcanzado un grado maduro de conocimiento de su Dios.
Es imperativo en nuestros tiempos que se efectúe una catequesis, una instrucción adecuada de los fieles cristianos en relación con la lectura que deben realizar del Antiguo Testamento. Dejar una biblia en manos de personas carentes de conocimientos sobre aquel mundo remoto y, demasiadas veces, con tendencias al fanatismo —la ignorancia y el fanatismo son primos hermanos— puede resultar devastador. Proliferan las sectas de corte evangélico en las que estas visiones primitivas de Dios colorean fe y praxis, con resultados que están a la vista: una progresiva deshumanización de sus adherentes, con sentimientos de verdadera crueldad y falta de empatía para con quienes no comparten sus puntos de vista, todo lo cual es diametralmente opuesto al mensaje de Cristo y a la imagen de Dios que proyecta Jesús.
Ardua tarea, sin duda, pero un estimulante desafío para la Iglesia de nuestros días. Con la ayuda de Dios, del Dios de Jesús.
Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga
Presbítero y Delegado Diocesano para la Educación Teológica
Iglesia Española Reformada Episcopal (IERE, Comunión Anglicana)
Éxodo 23:23; Deuteronomio 7:16; 1 Samuel 15:3.
Génesis 6:6; Éxodo 32:14; 2 Samuel 24:16; Amós 7:3,6.
Cf. la por demás desagradable historia narrada en 2 Samuel 21:1-17.
La actual sensibilidad social ante la violencia entiende mal que escenas como la muerte del filisteo Goliat a manos de David, entre otras, resulten edificantes o positivas.
Cf. TELLERÍA LARRAÑAGA, J.M. El método en teología. Las Palmas de Gran Canaria: Mundo Bíblico, 2011, 168-170.
En muchos seminarios que militan en estas tendencias se insiste en que los genocidios ordenados a Israel tenían como finalidad expresar de forma gráfica el “odio de Dios al pecado”, o que se trataba de “casos perdidos que infestaban la tierra”. Adolf Hitler hubiera aplaudido estas ideas de haberse contado entre los alumnos.
La realidad es que NADIE sabe con exactitud qué es o en qué consiste la inspiración de las Escrituras. Por mucho que se le dé vueltas al conocido versículo de 2 Timoteo 3:16 (especialmente si se lee en una traducción equivocada, como es la de RVR60 y muchas otras versiones) o se quiera especular sobre el adjetivo griego “theopneustos” (“soplado por Dios”, dicen), lo cierto es que el tema de la inspiración bíblica escapa por completo a nuestra comprensión. Una buena razón para evitar las declaraciones dogmáticas sobre ello y para actuar con una mayor dosis de humildad al tratar el tema.
Nos ceñimos en exclusiva al Antiguo Testamento (proto)canónico, es decir, los treinta y nueve escritos recibidos del judaísmo palestino. No tenemos en cuenta los escritos deuterocanónicos del judaísmo alejandrino.
El Antiguo Testamento, como el Nuevo, no solo recopila tradiciones. También reflexiona sobre ellas. No es únicamente una labor de escribas y copistas, sino que además recoge el pensamiento de auténticos teólogos de talla.
Que aquellos hebreos antiguos debieron tener problemas para distinguir entre su Yahweh del desierto y los baales cananeos lo evidencia, entre otros, el hecho de que la propia palabra “baal” significaba “señor” en la lengua del país (el cananeo y el hebreo antiguo son el mismo idioma). De ahí que para un israelita fiel al yahvismo, debía resultar complicado no asimilar a Yahweh un dios como el Baal Berit de Jueces 8:33 (“Baal Berit” significa “el señor del pacto”). Que a Dios se le dio en Israel el nombre de Baal en aquel momento lo evidencian, entre otros ejemplos, 2 Samuel 5:20 y Oseas 2:16. Los textos veterotestamentarios presentan a veces evidencias de que escribas judíos posteriores, por prurito de prejuicio hacia el nombre de Baal como divinidad pagana, hicieron retoques. En relación con el hecho de que a Yahweh los israelitas antiguos le atribuyeron una consorte divina, una “asera”, cf. la reina del cielo de Jeremías 7:18 y 44:17,18,19,25 y los capítulos introductorios de RÖMER, T. y MACCHI, J-D. Introducción al Antiguo Testamento. Bilbao: Desclée de Brouwer, 2008.
Efectivamente, el Israel primitivo profesa más un henoteísmo que un monoteísmo propiamente dicho.
Isaías 2:1-4; esta idea está ya patente en el Deutero-Isaías (Isaías 40-55) e impregna los libros proféticos del exilio y postexilio (Jeremías, Ezequiel, Zacarias, Daniel).
Génesis 6 y 19, respectivamente.
El gran Filón de Alejandría, entre otros.
Los judíos le llaman Tanaj, de las iniciales de las palabras que en hebreo significan Ley (Torah), Profetas (Nebiim) y Escritos (Khetubim).
San Juan 20:17.