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¿Nuevos dogmas o nuevas herejías? (III)


La escatología, como todo el mundo sabe, es la parte específica de la ciencia teológica consagrada al estudio de las últimas cosas (1). Aunque pareciera que hubiera sido “la hermana pobre” de la investigación teológica (2), lo cierto es que, a partir de los trabajos de A. Schweitzer sobre la vida de Jesús y el apóstol San Pablo (3), comienza una nueva etapa en la que los estudios sobre el tema adquieren una gran importancia, especialmente en lo que se refiere a la escatología cristiana, la escatología del Nuevo Testamento. Así, al pensamiento de Schweitzer, designado en medios teológicos como “escatología consecuente”, seguirán escuelas y corrientes como las llamadas “escatología simbólica” de P. Tillich y R. Niebuhr, la “escatología teleológica” de P. Althaus y, por no cansar al amable lector, la llama “escatología realizada”, tal vez la más renombrada, cuyos autores más destacados son los célebres R. Bultmann y C. H. Dodd (4). Todo ello ha puesto sobre el tapete la importancia que tuvo la escatología para la Iglesia primitiva, y ha motivado importantes estudios y trabajos hasta nuestros días, siempre en una línea académica seria y compatible con la espiritualidad y las doctrinas tradicionales del Cuerpo universal de Cristo (5).

El gran problema de una escatología desmesurada que se pretende única y definitiva interpretación de la realidad pasada, presente y futura de la Iglesia y del mundo, sin miramientos ni concesiones a diferentes puntos de vista, surge a comienzos del siglo XIX y, de manera muy especial, en el mundo protestante de los nacientes EE.UU, fenómeno religioso y económico-social que algunos designan como el “amanecer milenario” (6), cuyas ramificaciones han llegado hasta nuestros días. En efecto, durante las primeras décadas de la centuria decimonónica surgen, por un lado, figuras visionarias de dudosa honestidad que se erigen como autoridades espirituales cuasiinfalibles de pequeños grupos, más tarde consolidados como organismos sectarios bien estructurados (7), u otras de menor enjundia (8), seguidas a su vez de grandes oportunistas que vieron en la religiosidad popular un amplio campo de negocios (9) y que crearon sistemas de interpretación escatológica de la Biblia muy “sui generis”, circunscritos, por lo general, a sus sectas respectivas. Pero, por el otro, destacan personas de firmes convicciones religiosas que, en aras de un literalismo bíblico intransigente y enemigo radical de la investigación y el desarrollo de las ciencias escriturísticas, elaboran todo un sistema doctrinal escatológico, similar en algunos puntos a los de las sectas antes aludidas, aunque con características muy propias. Nos referimos al irlandés J. N. Darby y, ya a comienzos del siglo XX, el norteamericano C. I. Scofield, figuras destacadas, entre otras que han venido después (10), de lo que se ha dado en llamar dispensacionalismo, doctrina que, en su versión revisada, ha alcanzado la categoría de dogma inamovible en amplios sectores evangélicos de nuestros días (11), anglosajones o no (12).

No procede aquí una detallada exposición de lo que es realmente el dispensacionalismo, primero porque no todos los dispensacionalistas concuerdan en cada uno de los puntos de sus enseñanzas, y segundo porque tal no es la finalidad de nuestra reflexión. Bástenos indicar que, en general, los dispensacionalistas clásicos dividen la historia humana en siete períodos o dispensaciones (13), en los cuales Dios —afirman— establece una alianza diferente con los hombres, en base a unos requisitos propios; distinguen de manera tajante entre Israel y la Iglesia, haciendo de ambos sendos pueblos de Dios; y profesan, en general, un milenialismo (14) literal y la creencia en una tribulación final, que la Iglesia no vivirá pues será “arrebatada” de este mundo. Que esta manera de pensar ha tenido influencia en la sociedad norteamericana es evidente, de manera especial en el trato dado por el gobierno estadounidense a los judíos y al estado de Israel, en cuya creación y sostenimiento ha contribuido grandemente (15).

Que la escatología impregna el mensaje de Jesús y de la Iglesia primitiva, es algo que nadie capaz de leer el Nuevo Testamento sin prejuicios podría negar. Son frecuentes las alusiones de Jesús al Reino de Dios que ha de llegar y que, al mismo tiempo, ya está presente entre los hombres (San Mateo 13; San Lucas 17), así como la esperanza en la Parusía del Señor, prometida por el propio Jesús y proclamada por los apóstoles (San Mateo 24-25; San Marcos 13; San Lucas 21; Hechos 1; 1 Corintios 15; 1 Tesalonicenses 4-5; 2 San Pedro 3). El llamado Apocalipsis de San Juan, en el que hallamos la voz de los cristianos perseguidos por el gobierno imperial romano, está todo él impregnado de la esperanza cristiana de la Parusía y la liberación de los creyentes, hacia lo que apunta todo su simbolismo (16). Es decir, la primera Iglesia vivió una atmósfera esencialmente escatológica, una atmósfera de firme creencia en las promesas del Señor y la realización de los principios del Reino de Dios, tal como se encuentran enunciados en los Evangelios. Por expresarlo con otras palabras, la escatología del cristianismo apostólico, tal como la hallamos plasmada en los veintisiete escritos del Nuevo Pacto, es totalmente cristocéntrica, basada en las claras enseñanzas de Jesús, y sin concesiones a la fantasía ni a la especulación futurista. Hay que torcer o distorsionar mucho las declaraciones neotestamentarias para dar refrendo con ellas a las doctrinas de las sectas milenaristas o a los postulados dispensacionalistas que hoy muchos evangélicos consideran “sana doctrina” (17).

La Iglesia antigua, es decir, la que siguió a los apóstoles, sufrió en su seno disputas y controversias de tipo escatológico, especialmente con la manifestación del milenarismo groseramente materialista de Cerinto (18) y otras corrientes similares muy influidas por el gnosticismo, que acabaron siendo rebatidas por San Agustín de Hipona y otros Padres y pensadores. Lo importante es que, a la hora de establecer un dogma escatológico de valor universal e indiscutible, aquella Iglesia cristiana de los primeros siglos solo aludió a la Parusía; el Credo Apostólico y el Credo de Nicea rezan unánimes: “De nuevo vendrá con gloria para juzgar a los vivos y a los muertos”. El segundo añade a esta cláusula las palabras “y su reino no tendrá fin”. No se hace concesión alguna a elucubraciones o disquisiciones vanas sobre el futuro de la historia humana, ni se elaboran “mapas proféticos” del mundo en base a textos de las Sagradas Escrituras.

Como en todas las épocas turbulentas de la historia, siempre proclives a las manifestaciones espiritualistas y a una escatología desbordada y fantasiosa, la Edad Media conoció movimientos de este corte, especialmente al aproximarse el año 1000 y en los albores de la Edad Moderna, cuando las disputas intraeclesiásticas o las guerras y las pandemias parecían anunciar el fin del mundo. Sin embargo, y pese a todo, el pensamiento de la Iglesia siguió firme en una sana escatología cristocéntrica y en la espera de la Parusía, conforme al Nuevo Testamento y el testimonio de los Padres, al mismo tiempo que reconducía los excesos de los exaltados y los orientaba a la militancia cristiana en órdenes religiosas como los franciscanos, en las que la escatología se vivía en la imitación de Jesús y la práctica de la piedad diaria.

La Reforma, como no podía ser menos, conoció también explosiones de grupos exaltados (19) que pretendían vivir el final de los tiempos y predecían grandes señales y devastadores apocalipsis que habrían de dar al traste con los estados políticos y con la Iglesia. La tristemente célebre Guerra de los Campesinos alemanes, revuelta social y económica, no careció de este ingrediente religioso (20), así como el por demás bochornoso episodio de los anabaptistas de Münster, donde una escatología demenciada que mezcló elementos del Antiguo y del Nuevo Testamento, con prioridad de los veterotestamentarios, ocasionó la ruina de aquella otrora próspera ciudad germánica y una auténtica masacre (21). Ni Lutero, ni Calvino, ni Zwinglio, ni ninguno de los reformadores dignos de este nombre cedieron a las presiones de los exaltados y amigos de fantasías escatológicas. La esperanza universal de la Parusía estuvo presente en la Reforma y también en la Contrarreforma católica, esta última especialmente opuesta a todo milenarismo y la exaltación que ello podía conllevar.

Desde la Reforma hasta hoy, en cada culto católico, ortodoxo o protestante, ha resonado en los oídos de los fieles, al recitarse el Credo, la gran proclama escatológica de la Parusía del Señor y la esperanza que desde el siglo I acompaña a la Iglesia universal, el Cuerpo de Cristo, sin más historias.

Como decíamos al comienzo de esta reflexión, la escatología ha dejado de ser la “hermana pobre” en los estudios teológicos. No hay sino que consultar la literatura seria y académicamente bien fundamentada que se ha publicado en las últimas décadas del siglo XX y comienzos del XXI para poder constatarlo (22), un tipo de ensayo que analiza todas las corrientes y desafía a la Iglesia a mantener contra viento y marea su postura tradicional, sin caer en la trampa de presuntos nuevos dogmas, que solo son producto de mentes exaltadas y, por encima de todo, de una crasa ignorancia en relación con las Sagradas Escrituras. Las ciencias bíblicas nos han permitido acercarnos a los textos sacros ubicándolos en sus entornos, sus medios vitales, e intentar comprenderlos ahí, sin torcer su significado, sin forzarlo, sin acomodarlo a construcciones intelectuales previas. No ha lugar para el literalismo distorsionador de la palabra revelada de Dios. La esperanza de la Parusía como centro de la escatología cristiana tiene su fundamento en el propio Jesús de Nazaret, en su persona y en sus enseñanzas tal como las presenta el Nuevo Testamento, y desconoce por completo cualquier tipo de construcción presuntamente veterotestamentaria. De ahí que la actitud de quienes hoy pretenden imponer como dogma definitivo una particular, y evidentemente errónea por sus métodos y conclusiones, interpretación de las Escrituras en relación con los acontecimientos finales, es terminantemente opuesta a la enseñanza finisecular de la Iglesia universal. La escatología cristiana es sencilla de asimilar, al mismo tiempo que profundamente espiritual. La esperanza cristiana no se puede cimentar en lecturas de la Biblia que parecen hacer de las Escrituras un mero horóscopo, sino en el mismo Señor Jesús, que ha regresado al Padre para prepararnos un lugar y vendrá a recogernos en aquel día y aquella hora que nadie sabe.

Como bien dijo el poeta francés Paul Verlaine, “et tout le reste est littérature”.

SOLI DEO GLORIA


Rvdo. Juan María Tellería Larrañaga

Presbítero y Arcipreste

Delegado Diocesano para la Educación Teológica

Iglesia Española Reformada Episcopal

(IERE, Comunión Anglicana)

 

  1. Del griego “éskhaton”, que significa “lo último”.

  2. Se ha señalado, en ocasiones, como harto revelador el hecho de que en los manuales clásicos de dogmática y teología sistemática la escatología ocupa el último apartado, y a veces no muy desarrollado.

  3. “El secreto histórico de la vida de Jesús”, publicado en español por Ediciones Siglo Veinte en 1967 (el original alemán es de 1901); “Die Mystik des Apostels Paulus”, 1930.

  4. La mayor popularidad de esta corriente se debe a su cimentación en el pensamiento del Evangelio según San Juan y los trabajos que sobre él se publicaron en las primeras décadas del siglo pasado.

  5. Véase ALVIAR, J.J. Escatología (Manuales de teología 15). Pamplona: EUNSA, 2004.

  6. Algunos investigadores han apuntado que en el siglo XVIII, eventos como el gran terremoto de Lisboa de 1755 o el llamado “día oscuro de Nueva Inglaterra” en 1780, propiciaron el gran amanecer milenario del siglo XIX.

  7. Las más conocidas, sin duda, Joseph Smith, el supuesto profeta fundador de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, popularmente conocidos como los mormones, y Ellen White, presunta profetisa fundadora de la Iglesia Adventista del Séptimo Día.

  8. Piénsese en la escocesa Margaret MacDonald, cuyas hipotéticas visiones están, según parece, en la base de la llamada “doctrina del rapto secreto”.

  9. Así C. T. Russell, fundador de la secta llamada Estudiantes de la Biblia, hoy mejor conocida como Testigos de Jehovah. Se ha acusado también a Ellen White, la fementida profetisa adventista, de no haber sido sino una simple “American business woman”, pues a su muerte en 1917 la casa editora adventista Review and Herald constituía una empresa sólidamente establecida, amén de otros negocios existentes bajo el amparo de la secta.

  10. D. L. Moody, D. Pentecost, C. Ryrie.

  11. El llamado Seminario Teológico de Dallas es hasta el día de hoy un gran impulsor de estas enseñanzas.

  12. Véase el volumen IX del Curso de Formación Teológica Evangélica de editorial CLIE, Escatología II, obra de F. Lacueva.

  13. Véanse los comentarios de C. I. Scofield a la Biblia, obra clásica dispensacionalista y que ha influido grandemente en el pensamiento evangélico contemporáneo.

  14. A partir del milenio descrito en Apocalipsis 20.

  15. Véase la política del actual presidente norteamericano D. Trump en relación con el estado de Israel.

  16. Recomendamos en este sentido nuestro libro El velo que se descorrió, que pronto aparecerá, D. m., bajo los auspicios de la editorial Sapere Aude.

  17. La distinción de dos pueblos de Dios que propugna el dispensacionalismo contradice abiertamente el pensamiento apostólico, proclamador incesante de que en Cristo ya no hay distinciones entre los seres humanos (Gálatas 3:28; Efesios 2:14-16).

  18. Finales del siglo I y principios del II, según San Ireneo (“Adversus haereses”, I:xxvi y III:iii,xi). Cerinto fue contemporáneo del apóstol San Juan.

  19. Los “Schwärmer” mencionados por Lutero en sus invectivas contra el fanatismo y el falso espiritualismo.

  20. Véase el opúsculo “Contra las hordas ladronas y asesinas de los campesinos”, escrito por Lutero en 1525 y que hoy leemos en castellano en la edición de EGIDO, T. Lutero. Obras. Salamanca: Sígueme, 1977, pp. 271-277. Es un documento de gran interés para conocer el pensamiento del reformador y su manera de concebir la realidad social de su momento.

  21. Ver el clásico D’AUBAREDE, G. La révolution des saints. París, 1946.

  22. Tres ejemplos bastan para evidenciarlo; en el campo más conservador HOEKEMA, A. A. La Biblia y el futuro. Libros Desafío, 1984; en el más crítico, GIL I RIBAS, J. El mil·lenarisme, un excés malaguanyat. Barcelona: Facultat de Teologia de Catalunya, 1999; y MOLTMANN, J. La venida de Dios. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2004.

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