El deseo mimético (III)
Los preceptos 7, 8 y 9 del decálogo prohíben violencias ordenadas en sentido de mayor a menor gravedad: no matarás, no adulterarás no hurtarás, no levantarás falso testimonio. Vamos a fijarnos no obstante ahora en el último de los preceptos decalogales, el décimo.
Lo primero que nos llama la atención es que redaccionalmente antedicho mandamiento es mucho más extenso que los anteriormente citados. Además - y esto es lo que aquí y ahora a nosotros nos interesa especialmente - a diferencia de los otros, no procede a prohibir ninguna acción: lo que prohíbe en realidad expresamente es un deseo: Ex 20, 17:
“No codiciarás la casa de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni cosa alguna de tu prójimo”.
Si bien la mayoría de las traducciones vierten en castellano la palabra “codiciar”, la traducción más exacta sería אַוָּה (awwah) “desear”, tal y como consigna por ejemplo la Bíblia Catalana Interconfesional (BCI). Esto es así porque el texto pretende referirse precisamente a un deseo, pero de extraordinaria dimensión y profundidad.
Dicho de otro modo: al deseo en puridad, al acto de desear lo ajeno, al deseo mimético, aquel deseo generador y responsable de todas las violencias existentes, un deseo emulativo adquisitivo de toda propiedad ajena y a la par de todo deseo del otro. De tolerarse este deseo, de no limitarse o de no prohibirse, el resultado final sería una escalada tal en la violencia que conduciría, como señalara Hobbes y posteriormente Clausevitz a la guerra total.
La concepción antropológica pesimista de Thomas Hobbes, adquirida merced a la experiencia de desolación que Europa sufriera en el contexto de las guerras de religión durante los siglos XVI y especialmente XVII, aquí se da la mano abiertamente con el pensamiento de René Girard: “homo hominis lupus”: el hombre es lobo para - contra - el hombre. O lo que es lo mismo, como señala muy acertadamente el filósofo inglés:
“Cuando dos o más personas desean un mismo objeto y este no puede ser en orden a su naturaleza compartido, se instaura entre ellas un conflicto violento exclusivamente humano que convierte al hombre en lobo para el hombre”
En nuestra segunda entrega destacábamos la extrañeza que nos producía el hecho de constatar que René Girard no realizara absolutamente ninguna mención en su esquema al pecado original. A nuestro juicio se trata de una lamentable inconsistencia que lastra de sentido su sistema de pensamiento. Baste observar el comportamiento ya no sólo de los seres humanos adultos, sino de los mismos infantes, los cuales también experimentan “per natura” sendos deseos miméticos. Esto es algo que señala hoy sin rubor la moderna psicología: el niño es egoísta y prefiere obtener lo ajeno que compartir lo propio.
La violencia mimética se rige por el principio de la escalada y de la puja. Siempre va a más. Nunca va a menos. Esa violencia interna natural que domina al ser humano y que lo guía hacia la apropiación de cuanto más cosas y bienes mejor y a la superación inmisericorde del prójimo mediante cualquier medio a partir de la emulación es lo que Girard denomina deseo mimético o violencia mimética, fagocitadora de todo lo ajeno. Y como no todo cabe en el décimo mandamiento, renuncia a la imposible enumeración de todos y cada uno de los objetos existentes que puedan ser deseados puesto que su consignación mediante categorías léxicas sería evidentemente irrealizable. De manera sencilla, clara y distinta, procede sabiamente a prohibir TODO aquello que pertenezca al prójimo, de ahí su dicción final: ...
“Ni cosa alguna de tu prójimo”.
En realidad, nos hallamos, como muy bien señala Girard, ante una verdadera “revolución copernicana” en orden a la inteligencia del deseo mismo. En efecto, porque el mandamiento constata no tan solo que el deseo no se articula linealmente, sino que lo hace en orden a lo que previamente desea el prójimo y posee. Es decir, según modelos aprehendidos.
Lo importante aquí es destacar que el último mandamiento no se limita a denunciar, sino también a aclarar de manera meridiana que el modelo profundo impulsor de nuestro deseo no parte de nosotros mismos, sino que parte del otro, quien constituye en realidad el verdadero modelo que articula y canaliza miméticamente nuestros deseos.
La razón de la conflictividad cae por su propio peso: si el deseo mimético que prohíbe el décimo precepto decalogal se orienta a no desear NADA de lo ajeno, es evidente que, por la misma razón, el otro no permitirá el traslado de la propiedad, del uso que posee contra aquello que es suyo sin resistirse. Dicho en otras palabras: el otro sobre el cual y a partir del cual proyectamos nuestros deseos no permitirá ser despojado sin previamente luchar. Y, por otro lado, el deseante tampoco cejará en su deseo, aunque se produzca antedicha lucha y aunque tenga que emplear la violencia. De manera que ambos, uno para ver satisfechos sus deseos y el otro para retener lo suyo, no poseerán otra mediación que la violencia para dirimir sus conflictos. Precisamente esto es lo que el décimo mandamiento advierte y desea evitar.
Puede observarse la naturaleza violenta del desarrollo del deseo mimético fácilmente: absolutamente siempre comporta la utilización de la violencia para dirimir los conflictos. Se trata de una sistemática diabólico, es decir, que divide, que descuartiza la mente del ser humano implacablemente porque el deseo mimético impide ser reconducido hacia otro objeto sin poseedor, lo que resolvería de manera natural el conflicto. Pero en vez de suceder esto, el deseo mimético no renunciará nunca ni bajo ningún concepto al objeto codiciado porque tal es su naturaleza, de manera que la misma esencia del deseo mimético justifica la razón por la cual las relaciones humanas se degradan y se deterioran hasta límites insospechados que pueden llegar a la escalada de la guerra y por lo tanto a la destrucción indiscriminada.
En realidad, en el fondo del deseo mimético se esconde una suerte de idolatría enmascarada del prójimo, circunstancia que se explica por la idolatría existente hacia nosotros mismos y al recorrido no directo de nuestros deseos. La Biblia, como Palabra de Dios que es, no es de extrañar que advierta con ahínco y con denuedo al hecho de AMAR al prójimo como a uno mismo. Es de hecho tan importante para el texto evangélico amar a Dios como amar al prójimo:
Mt 22, 36-40:
“36 Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? 37 Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. 38 Este es el primero y grande mandamiento. 39 Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. 40 De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.”
Si no existe amor a Dios y lo que es, semejante, amor al prójimo, la ley y los profetas decaen. La Biblia entera es en realidad la que se desactiva. Es imposible por lo tanto amar a Dios y no amar al prójimo. Una cosa exige, precisa de la otra. En otras palabras dicho y siguiendo el esquema que nos propone Girard: la única manera de detener los perniciosos efectos del deseo y de la violencia mimética es el amor. Porque si amas a tu prójimo - al menos - como te amas a ti mismo, no entrarás jamás en competición mimética con el mismo, no desearás sus bienes y, respetándolo, amándolo, no lo violentarás. De manera que Girard y el evangelio coinciden sorprendentemente y se nos presentan con una actualidad iluminadora.
Esta es la razón fundamental por la cual aseverábamos en nuestra anterior colaboración con el “Escritorio Anglicano” que solamente en la Biblia, y especialmente en los evangelios, fuentes inagotables de predicación del amor al otro y del amor a Dios, y nunca en los relatos míticos paganos, se describe y se desmonta, desnudándolo completamente a ojos de sus lectores de todas las épocas, el pernicioso ciclo mimético violento con profusa e innegable exactitud.
Y para vislumbrarlo con meridiana claridad, quiere la providencia que su estructuración no sea teológica, es decir abstracta y compleja, sino antropológica, es decir sencilla, palpable y observable, humana, evidente y comprensible a toda mente. Por lo tanto, no es en la producción del ciclo mimético, ni siquiera en su desarrollo paroxístico ni en su ulterior resultado, sino en su captación y en su desenmascaramiento que los relatos bíblicos y evangélicos se diferencian de un modo profundo, radical y definitivo de los relatos míticos paganos.
Nótese, en consecuencia, volviendo al decálogo, que la razón por la cual su último precepto prescribe tan tajantemente la prohibición de TODO deseo de lo ajeno o de lo perteneciente al prójimo, es porque lo quiere destacar de manera absoluta e inconfundible como el responsable directo de las violencias anteriormente consignadas en los cuatro mandamientos anteriores pues, si nadie pretendiera los bienes del prójimo al desearlos, tampoco nadie sería jamás responsable de homicidio, adulterio, robo o falso testimonio.
Por lo tanto, el último mandamiento debe ser comprendido como una especie de cláusula resolutoria conclusiva, como un resumen absoluto y final que destaca el hecho que de ser observado, los cuatro mandamientos que le anteceden serían en definitiva sobreros. De manera que, si el decálogo insiste tan contundentemente en el hecho de prohibir el deseo de todo lo que pertenece al prójimo, es porque lo pretende destacar muy conscientemente como el responsable de las violencias contempladas en los mandamientos 1, 2, 3 y 4:
“En lugar de comenzar por la causa y continuar por las consecuencias, como se haría en una exposición filosófica, el decálogo sigue el orden inverso. Se previene primero frente a lo que más prisa corre: para alejar la violencia, prohíbe las acciones violentas. Y se vuelve a continuación hacia la causa, y descubre que es el deseo inspirado por el prójimo.”[1]
Pero el décimo mandamiento, a pesar de su importancia y trascendencia, no apunta más que a Jesús. Notemos en primer lugar que Jesús no acude prácticamente nunca en su predicación y enseñanzas a prohibiciones como, al contrario, sí lo hace el cuerpo decalogal. El modelo que propone Jesús se fundamenta más bien en términos de IMITACIÓN. Y esto es así no porque niegue la esencia profunda del décimo mandamiento - todo lo contrario - sino porque conduce hasta las últimas consecuencias aquello que antedicho mandamiento anunciara. La predicación fundamental de Jesús es el Reino de Dios. Esto, en términos sencillos, puede resumirse como la salvación. De esto no existe duda alguna. Ahora bien: ¿cómo llegamos hasta el mismo? ... Tampoco existe duda en la respuesta: a través de la imitación de Jesús. Pero no se trata aquí de una imitación mística tal y cual propone por ejemplo Thomas de Kempis en su “Imitatio Christi”, sino de la imitación de su propio deseo. ¿Y cuál es el deseo más rotundo y específico de Jesús? ... hacer la voluntad de su Padre. Adaptarse a sus deseos. Parecerse a como Él es. Desear ser imagen de Dios. Implorar su presencia. Comunicarse lo más a menudo posible con Él mediante la oración. Por ello, al invitar al mundo a imitar al Padre, en el fondo no hace otra cosa que invitarnos a imitar su propia imitación. Siendo que el Padre y el Hijo desean lo mejor para la humanidad, la imitación de su deseo es también de carácter indudablemente mimético. Cierto, pero no violento, sino saltuario. De manera que el deseo mimético es connatural e indisociable del ser humano. Sabedor de esta circunstancia, Jesús nos propone efectivamente un MODELO: su persona, o lo que es lo mismo, la de Dios. Este mimetismo positivo es efectivamente el único camino para evitar la trampa del deseo mimético pernicioso y violento que opera tanto involuntaria como voluntariamente desde lo más profundo de nuestro ser a partir del pecado original. Si el deseo mimético se orienta hacia Cristo pierde toda su letalidad para convertirse en un factor de divinización y a la par de humanización.
Cristo está por encima de la ley. Por ello sus acciones la superan. No debemos mirar a Cristo a partir de la ley como hacen ciertas sectas, sino a la ley a partir de Cristo. El cristianismo no es más ni menos que el seguimiento de una persona que es a la par Dios y hombre: Cristo. Por ello su respuesta contra la violencia de deseo mimético, la mejor manera de evitar la catástrofe del deseo desordenado NO es prohibir acciones, objetos o deseos emulativos. Hasta ahí llega la ley. La mejor manera de evitar el modelo que nos propone el deseo mimético es sustituirlo efectivamente mediante otro MODELO que conduzca a los seres humanos a protegerse de un modelo pernicioso. Jesús supera la ley porque va efectivamente más allá de esa prohibición decalogal posibilitando una nueva manera de vivir en la cual nuestro deseo permanezca adscrito al suyo, una nueva manera de vivir en libertad.
Per Semper vivit in Christo Iesu
Miquel - Àngel Tarín i Arisó
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[1] Girard (2002) 29.
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