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Fuentes no cristianas acerca de la existencia de Jesús. Especial atención al “Testimonium Flavianum”, por Miquel-Àngel Tarín i Arisó

—Primera parte—


“En suma, uno que quiera pasar revista a la presente narración histórica comprenderá gracias a ella fundamentalmente que a las personas que siguen los dictados de Dios y no osan transgredir sus hermosas disposiciones les sale todo increíblemente derecho y como recompensa les ofrece Dios la felicidad, mientras que, si renuncian a un cumplimiento meticuloso de ellas, cualquier salida se hace inviable y toda acción que se empeñen en llevar a cabo por considerarla beneficiosa se convierte en desgracia irremediablemente.”

 

Flavio José (“Antigüedades de los Judíos”, I, 19)

 

 

 

“Entre cristianos y judíos, están los que declaran que un Dios o un Hijo de Dios descenderá a la tierra para justificar a los hombres, otros que él ya vino: idea tan pueril que en verdad no necesita de un largo discurso para ser refutada pues ¿Con qué designio iba a descender Dios aquí abajo? ¿Sería para saber lo que pasa entre los hombres? ¿Pero entonces no es un Dios omnisciente? ¿O será que sabiéndolo todo, su divino poder está hasta tal punto limitado, que nada puede corregir?

 

[Orígenes citando a Celso en su libro: “El Discurso Verdadero contra los Cristianos”] Kata Kelsou (Contra Celso) Libro segundo, IV, 41

 

 

“Porque a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de su Hijo, para que Él sea el primogénito entre muchos hermanos.”

(Rm 8, 29)


 

Durante un muy largo espacio temporal que transcurre desde los inicios de la etapa post apostólica hasta casi el Renacimiento, redondeando dieciséis siglos, los historiadores de la Iglesia y los teólogos cuando aludían a las fuentes que testimonian directa o indirectamente acerca de la vida terrenal del Jesús histórico y su contexto acudían especial y preferiblemente a las informaciones consignadas por parte de la exquisita historiografía romana, a saber: Publio Cornelio Tácito (56 - ca. 120 d.C.) en sus Annales, Cayo Suetonio Tranquilo (70 - ca. 130 d.C.) en su magna obra titulada Los Doce Césares y Cayo Plinio Cecilio Segundo, más conocido como Plinio el Joven (61- ca. 120 d.C.) en sus Cartas, correspondencia mantenida entre antedicho autor y el emperador hispano Marco Ulpio Trajano (53 - 117 d.C.)

 

Este anterior proceder obedecía a varias razones. En primer lugar, se consideraba que la historiografía romana era de más viso, prestigio y patricia fiabilidad. En segundo lugar, se imponía desgraciadamente en la mente de los cristianos confesionales –especialmente católicos apostólicos romanos- razones bastardas de tintes desacomplejadamente apologéticos que acabaron transmutadas en un ejercicio académico desviado y, finalmente, hasta en un proceder de imposible justificación metodológica histórico-crítica.

 

El principal damnificado de antedicha situación, que bien podríamos calificar de verdadera excepcionalidad, fue el historiador José, o Flavio José, más conocido por el desafortunado nombre de Flavio Josefo, como posteriormente tendremos ocasión de explicar. Flavio José fue un historiador judío y, como tal, xenófobamente sospechoso. Desde complicidad intelectual en el deicidio de Jesús, en un primer momento, hasta la falsificación y la poca fiabilidad histórica constituyeron algunas de las excusas arrojadas por la historiografía confesional cristiana para justificar la marginación de este tan gran historiador judío.

 

A pesar de que Flavio Josefo es todavía hoy vilipendiado y marginado por parte de ciertos pseudo historiadores, cierto es que ningún verdadero especialista en su sano juicio, sea o no creyente, dejaría de visitar sus escritos en el ejercicio de averiguar el contexto vital de Jesús de Nazaret, así como el de los inicios del cristianismo primero y su embrionario desarrollo fetal judío, finalizado en su posterior extensión allende la ecúmene.

 

Nosotros, por nuestra parte, en el artículo que redactamos, así como en los que lo pudieran suceder, pretendemos introducirnos y explicitar las fuentes que la historia nos ha legado acerca de la existencia histórica de Jesús de Nazaret.

 

Sin embargo, en este texto que ahora nos ocupa, habremos de centrarnos exclusivamente en los decires del historiador Flavio José. En un primer momento no en su testimonio, concretamente en su denominado por la posteridad “Testimonium Flavianum” calificativo a la sazón que nuestro protagonista nunca utilizara ni se arrogará jamás, sino en la presentación del personaje propiamente dicho. Ello, obviamente sin pretensiones de exhaustividad, sino más bien en aras de lo que consideramos un imprescindible encuadramiento conceptual y propedéutico hacia su persona y texto. Antedicho documento, o más bien fragmento textual, es de imprescindible visita y debiera ser mucho más tenido en cuenta de lo que se tiene en cualquier facultad de teología o de letras que se precie tratando las fuentes de la vida del Jesús histórico y su trasfondo judío.

 

Somos perfectamente conscientes de un hecho indiscutible: los cuatro evangelios canónicos (Marcos, Mateo, Lucas y Juan) son sin lugar a duda, sobrero es hasta mentarlo, fuentes fundamentales e imprescindibles en orden al conocimiento de Jesús. Las buenas noticias, lejos de constituirse en concienzudas biografías acerca de su vida o en tratados históricos sistemáticos de carácter científico, consignan no obstante preciosas y múltiples informaciones relativas a la misma, así como también el tenor fundamental de las intuiciones teológicas y de las preocupaciones fundamentales que conformaron su existencia.

 

Sin embargo, renunciaremos a su análisis. Básicamente por dos razones fundamentales. La primera es su ya profuso y perspectival tratamiento. Quiérese con ello significar que dichas fuentes son fácilmente consultables por cualquier persona, erudita o no, siendo conocidos por la inmensa mayoría de cristianos. La segunda razón es directamente contraria a la primera: las fuentes acerca de la vida de Jesús de carácter no canónico son indudablemente las menos conocidas y por ende también las menos apreciadas, aunque ciertamente no por ello las menos importantes. En efecto, pues no es posible conocer el contexto socio vital en el que se movió Jesús nazarí si nos focalizamos exclusivamente en los evangelios sinópticos, ni que fuera adicionando el cuerpo Joánico e incluso todo el Nuevo Testamento entero.                    

 

Anteriormente señalábamos que el nombre de Flavio Josefo era un nombre impostado, es decir artificial. Y así es. Los antiguos varones judíos eran conocidos y denominados todos por el nombre que sus progenitores decidían precedido del nombre de su padre. José (Yosef / Iosef) es el nombre bíblico que sus padres le dieran al nacer en Jerusalén en el año 37 de la era común. Siendo que su padre se llamaba Matías, nuestro protagonista era conocido entre sus connaturales como José ben (hijo de) Matías, José, hijo de Matías (Yosef / (Iosef) - ben Matías, o bien Yosef / (Iosef) ben - Mattai, Matiyahu o todavía Mattiyahu, si queremos ser puntillosos). En consecuencia, los más lógico y razonable hubiera sido que la historiografía lo hubiese denominado por su nombre original. Sin embargo, la misma lo conoce como Flavio Josefo. ¿Por qué? Por dos razones fundamentales. Una primera que bien podríamos considerar lógica y de recibo, y otra segunda absolutamente – nos atrevemos a decir – de carácter nauseabundo, si se nos permite esta tan vulgar expresión.

 



Señalemos antes que José no era un judío ordinario, sino un judío muy destacado pues pertenecía por “ius sanguinis” (derecho de sangre, derecho familiar) al más rancio abolengo sacerdotal. Nos hallamos en consecuencia ante un “cohen”. Lo más natural es que, en un caso así, José hubiera provenido de una familia de “cohanim” saducea, sin embargo si así fue, lo silencia. No silencia en cambio que eligió adscribirse voluntariamente al partido fariseo, el más reconocido entre el pueblo y también el más numeroso. Su cercanía a la Torá y al movimiento sinagogal provocará que se constituyeran en los salvadores del legado judío tras los desastrosos acontecimientos de la primera gran guerra y la consiguiente involución del partido saduceo que conllevó la caída del Templo.

 

Cuando los ejércitos de Tito Flavio Vespasiano se desplazaron a Galilea (norte) para derrotarla antes de dirigirse hacia el foco de la rebelión, Jerusalén (sur) en el contexto de la primera de las tres guerras que opondrían a judíos y romanos, denominada historiográficamente como “Primera Guerra Judeo–Romana”, “Gran Revuelta,” “Bellum Iudaicum” o “ha-Mered ha-Gadol” (66 - 73 d.C.) hallaron a José, en el año 67 y contando 30 años de edad, cumpliendo con el deber de toda familia aristocrática judía, a saber: enrolado en el ejército, con el destacado rango de general en jefe de los ejércitos judíos en Galilea. A pesar del carácter elevadamente levantisco de los judíos, el ejército romano era el más poderoso de su época, de manera que arrasó a las tropas galileas tomando a José ben-Mattai prisionero. Su vida en peligro, Vespasiano se apercibió no obstante muy pronto de la enorme importancia de su captura, así como de la dimensión cultural del egregio prisionero. José, de todo menos retrasado mental y conociendo de primera mano los entresijos de la política romana, predijo entonces que el cónsul se convertiría prontamente en emperador. Vespasiano había pacificado previamente Britania y conquistado una parte de la misma al mando de la antigua legión II Augusta en el año 43, una fuerza muy reputada militarmente creada por el príncipe Augusto, y estaba ahora en la provincia romana de Judea sabedor del suicidio de Nerón el 9 de junio del 68, al que seguirían los violentos finales de sus sucesores Galba, Otón y Vitelio un año más tarde. Vespasiano, naturalmente, todo hay que decirlo, ambicionaba la emperaduría y José lo sabía. Por ello el militar romano había aceptado la legación de la provincia romana de Judea en guerra para domeñar la rebelión y convertirse, tras la gesta, en el nuevo emperador romano.

 

Dicho de otro modo, el terreno estaba abonado para la escucha de la “profecía” de su prisionero, quien dijo ni más ni menos aquello que deseaba ser oído. José acertó de pleno pues, en el año 69, Vespasiano habría de convertirse, impulsado por las legiones oriéntales y fundamentalmente por las establecidas en Egipto, en el nuevo emperador romano iniciando así la dinastía Flavia que daría final a la Julio Claudia y que sería continuada diez años más tarde por su hijo Tito, en realidad el verdadero pacificador y vencedor de la Primera gran guerra contra los judíos y el conquistador de Jerusalén. De manera que los Flavios habían vivido en carne propia el cumplimiento de una profecía divina realizada por José. Ahora la nueva y tan abierta a los presagios y augures familia imperial, agradecida y considerando a José como un verdadero oráculo, lo adoptó, regalándole también el sobrenombre de Flavio. José aceptó todo ello de buen grado. De hecho, haber rechazado estos inimaginables privilegios hubiera puesto en entredicho su propia vida. De esta manera Iosef–ben Matías se constituía, desde entonces y sin haberlo deseado ni tampoco imaginado, en el único privilegiado protagonista observador directo de los sucesos turbulentos de la guerra habiendo militado primero en el bando judío para hacerlo posteriormente en el bando enemigo romano. Ello hasta su trágico final producido el 30 de agosto del año 70, cuando las tropas romanas comandadas como dijimos por el hijo de Vespasiano, Tito, destruyeron Jerusalén a fuego, y junto a ella el Templo, reconstruido magníficamente por Herodes I el Grande, el denominado segundo templo.

 



Como curiosidad histórica, Tito, quien sucederá como emperador a su padre el 24 de junio del año 79, es el único emperador romano que detentó exactamente el mismo nombre y apellidos que su padre.

 

La adopción de Yosef-ben Matías comportaba obviamente el abandono de su nombre, considerado sin ambages como “bárbaro” por los romanos, todavía más bárbaro al ser adoptado por una familia de orden ecuestre emperatorial. De este modo su nombre pasó a convertirse en un “cognomen” asociado al nombre de su ilustre bienhechor, el nombre de la “gens” Flavia. De ahí que nuestro protagonista pasara a denominarse: Tito Flavio José. Trasladándose posteriormente a Roma, la gran capital del imperio, ciudad que de hecho ya conocía pues cuando tenía 20 años allí había viajado como representante judío principal (ya hemos dicho que era de familia rica y sacerdotal, añadamos que del orden primero de Yoiarib) con la finalidad de negociar el rescate de una serie de doce sacerdotes díscolos ante Nerón. En la ciudad eterna Tito Flavio José pondría por escrito las experiencias de la guerra, las causas que la motivaron y su catastrófico final, redactando además la totalidad de su obra: “La Guerra de los Judíos” (7libros), “Antigüedades de los Judíos” (20 libros), “Contra Apión” (2 libros) y una “Autobiografía”. Todos ellos están firmados con antedicho nombre, convirtiéndose, como Flavio que era, en un historiador romano ... aunque de origen judío. Bien podríamos entonces sentenciar que Flavio José fue un historiador judío romano.

 



Estos avatares que hemos consignado brevemente con anterioridad, incluyendo la peripecia del cambio de su nombre, híbrido en definitiva, los habíamos calificado de lógicos en orden a la también lógica inherente a su época y, por lo tanto, de recibo. Sea como fuere los había aceptado él mismo y habría de utilizarlos hasta el final de su vida. Sin embargo, también habíamos calificado de absolutamente nauseabundos los “tejemanejes” cuyo producto final será la adulteración xenófoba y definitiva de su nombre, el nombre a la sazón con el que lo conocerá la posteridad hasta nuestros días. Veamos.

 

Tito Flavio José en latín se escribe Titus Flavius Iosephus (en griego Iósepos). Sin embargo “Iosephus” debe traducirse como José, no como Josefo. Se trata no solamente de una traducción errónea del latín, sino que además es altamente capciosa y – como se dijo – xenófoba, no obedeciendo a ningún criterio filológico. Ella se debe al padre jesuita francés Jean Hardouin. Se trata de un personaje peculiar y altamente estrafalario. Numismático, editor de Plinio el Viejo y bibliotecario, se lo conoce por tramposo, incordiante y embustero. No podemos detenernos ahora en el estudio de su persona, aunque desde aquí lanzamos la propuesta para que su estudio – completamente abandonado – sea retomado en orden al tema   que nos ocupa. Los estudiantes que lo aborden no dejarán de divertirse ... Baste decir esto: enseñó y defendió que las obras de los autores greco romanos clásicos (Homero, Platón, Aristóteles, Plutarco ...) eran apócrifas y espurias, pergeñadas en realidad por monjes medievales en el siglo XIII, o que los apóstoles de Jesús no habían hablado ni por lo tanto predicado tampoco jamás en arameo, ni mucho menos escrito en griego, sino en latín. Este cicatero manipulador, quien viviera durante el siglo XVIII haciendo caso omiso a la época de las Luces que le tocó vivir, oscureciendo vilmente la realidad, se negó a traducir Josefo por José, reservando este último nombre solamente a los santos cristianos por ser el nombre del padre terreno de Jesús. Adoptando la modalidad de Josefo, influyó de manera tan incomprensible como desafortunada la historiografía y la Academia hasta la actualidad.

 

En cualquier caso, Tito Flavio José, el gran historiador judío romano, un traidor para los suyos y una persona radicada entre dos mundos, es y será indiscutiblemente y para siempre el mojón imprescindible en orden a la narración de la historia de la provincia romana de Judea y acerca de la vida y hechos de Jesús nazorí del siglo I d.C., y de manera amplia el mejor informador sobre el judaísmo de la misma época.

 

 

Per sempre vivit in Christo Iesu

Miquel – Àngel Tarín i Arisó

 

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