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Mérito y castigo en el Antiguo Testamento. Especial mención al libro de Job, por Miquel-Àngel Tarín i Arisó.








Primera parte

 


 

 

“Entre los libros del Antiguo Testamento, Job es el más sublime, el más conmovedor, el más audaz, y al mismo tiempo el más enigmático, el más desalentador y, estaría por decir, el más repulsivo ¿Quién ha defendido la cusa del hombre con tanto arrojo, con tanta energía? ¿Quién ha encontrado en las profundidades de su fe espacio para un grito como ese, para un clamor, para una blasfemia como la de Job? La causa del varón de Us, que es la causa de toda la humanidad, en este libro se convierte en un grito desgarrador dirigido directamente a Dios: ¿Por qué el sufrimiento inocente?

 

Paul Claudel

 

 

“Creo que si hay un libro en el mundo que merece la palabra sublime es el de Job”

 

Jorge Luis Borges

 

“¡Habla tú, pues, Job inolvidable, portavoz fiel y valiente de todos los afligidos! ¡Repite, en calidad de tal, todo lo que dijiste aquella vez, cuando impávido como un león rugiente te presentaste ante el tribunal del Altísimo! (...) ¡Tengo necesidad de ti, oh, Job! Necesito un hombre que se lamente en voz tan alta que se le oiga en el cielo”

 

Sören Kierkegaard

           




 

          

  INTRODUCCIÓN

 

            El libro bíblico de Job es un texto complejo y a la vez apasionante que posee la capacidad de envolver desde el primer momento a sus lectores entre escenas de crudeza, de desesperación y de sensibilidad humana probablemente sin parangón en el tenor de la literatura de drama universal. Es precisamente ese carácter de teología dramática acaecida al unisón tanto en los cielos como en la tierra, la característica fundamental que lo destaca de entre todos los libros del Antiguo Testamento.

            El progreso narrativo del texto de Job nos propone dos imágenes de su principal protagonista que bien pudiéramos calificar como abiertamente yuxtapuestas y hasta crudamente enfrentadas. Por un lado, se nos presenta la imagen de un Job piadoso, pacífico, sumiso a Dios permanentemente y haciendo gala de una paciencia y de una quietud extraordinaria y hasta exasperante ante los nefandos e incomprensibles acontecimientos que le sobrevienen (Job 1 – 2).

            Mas, por el otro lado, aparece un Job completamente diferente y a las antípodas del anteriormente señalado. En efecto, el texto nos muestra a su protagonista como una persona extenuada, exigente, desafiante, moribunda y desgarrada, otro Job haciendo gala de un enfadado y de una rebeldía incontenibles que, en ocasiones, rozan la blasfemia cuando no se instala en ella sin absolutamente ningún tipo de pudor (Job 19; 9, 15-22).

            Esta antigua versión sufriente del “Doctor Jekyll y Mr. Hide” posee una fuerza incontenible que fija sin remedio al lector en su butaca, conduciéndolo, desconcertado y ávido de conocer el desenlace, a través de escenas, ora terrestres ora celestes, que caminan en ciertas ocasiones entrelazadas y en otras tantas separadas, como si represesentaran tanto las dos caras de una misma moneda como monedas absolutamente diferentes que nada tienen que ver entre sí, circunstancia que añade al desconcierto del lector no poca incomodidad y sufrimiento aumentado por un desarrollo acelerado y a la par pausado, pero siempre inconmensurable e imprevisto, de los inesperados avatares en la trama representados.

            Uno está tentado a preguntarse si en realidad el libro de Job trata del problema incomprensible del sufrimiento de los justos, en otras palabras dicho, del tratado teológico de la teodicea, o más bien, y muy al contrario, nuestro texto se centre en aquello que el gran filósofo judío de origen neerlandés, portugués y sefardí, Baruch Spinoza, denominara en otros contextos epocales (siglo XVII) “la imposible teología”. En efecto, pues tras las perícopas iniciales que han de señalar la acción, estas se demuestran cuanto menos de muy difícil (¿imposible?) comprensión para el hombre moderno. En efecto, pues: ¿Cómo un ser humano, y más todavía inocente, debe sufrir, prácticamente hasta la muerte, por mor de las rencillas provocadas por una apuesta entre dos seres celestiales, por muy transcendentales que ellas sean? ...

            Una apuesta a la sazón ya no tan solo inaceptable e incomprensible, sino tremendamente cruel ante el ojo de nuestros contemporáneos de la que, para mayor abundancia incomprensiva y escandaloso desconcierto general, Job jamás será, según el tenor de lo narrado, consciente, así como tampoco lo serán sus amigos, ni siquiera su propia mujer (un personaje como poco pintoresco, escabroso y siniestro, al que dedicaremos posteriormente una especial atención) aunque los lectores, muy al contrario, sí que lo sean, por deseo expreso del narrador, desde el primer momento de la acción. Recordemos en este sentido las duras pero no absurdas palabras de Voltaire en las reflexiones que habrán de conducir a su diccionario:

 

“Dios, por muy Dios que sea, ni siquiera en sus elaborados discursos (Job 38 – 41) no tiene derecho moral, ni muestra piedad ética alguna en no informar al buen Job de las razones de lo que le ha sucedido, de lo que está sucediendo ni de lo que sucederá. Acaso porque sus crueles motivos sean tan incomprensibles como injustificables”

 

            Esta teología subyacente al libro de Job que especialistas tan destacados como Westermann, Keel o Schdmid han calificado, muy acertadamente a nuestro juicio, como negativa, algunos de ellos hasta de apofática, desprende la idea de que no se puede hablar acerca de Dios porque no se puede construir discurso alguno desde el desconcierto y la injusticia. La teología conoce así su propia autólisis al convertirse de este modo en un instrumento absolutamente ineficaz – por incapaz – de poder desentrañar, ni siquiera en atisbo, el sentido de las acciones divinas, ni su voluntad, ni sus profundidades, ni mucho menos su bondad, ni siquiera acaso tampoco su misma revelación, a menos que Dios mismo lo desee y se digne a mostrar misericordia hacia el dudoso o el “incomprendiente”.

            Muy a pesar de que fragmentariamente el libro de Job diga relación con el hablar del ser humano sufriente con Dios (Job 42, 7), los extraños e incomprensibles movimientos de su voluntad, son razón suficiente como para poner a prueba y hasta desarticular hasta el tuétano las razones en las que se fundamente la creencia religiosa en la vida de los justos. Si el justo por fe vivirá (Hab 2, 4 un texto muy caro al apóstol de los gentiles), la fe de Job merece más la vida que la de Abraham. ¿Por qué? Pues porque se convierte en un paradigma de los dolores de todos los seres humanos que claman, sufrientes, hasta la desesperación. Muy acertadamente señala en este sentido Jean Lévêque:

 

“Toda lectura sana del libro de Job desemboca en esos problemas primordiales con los que el creyente tiene que vérselas más pronto o más tarde: el misterio del mal y del sufrimiento, el encuentro con Dios hasta en el fracaso aparente de todo éxito humano, las dificultades de dialogar con el hombre que sufre, y finalmente el sentido de la propia vida, cuando se trata de integrar en ella la perspectiva de la muerte”.

 

            Dejemos no obstante por ahora al bueno / malo de “Iyob”, que sígnica en hebreo y a justo título: “aquel que soporta las sufrimientos”, pues al varón de dolores de Uz habremos de volver tras disertar, ni que someramente sea, acerca del contexto bíblico que habría de provocar la escritura de sus desgracias. 

 

 

 

LA ARTICULACIÓN DE LA ESPERANZA ISRAELÍTICA: UNA ETAPA PROGRESIVA Y OSCILANTE

           

            LOS ALBORES

           

            Robert Martin - Achard (De la mort à la résurrection d’Après l’Ancien Testament, Neuchâtel – Paris: Delachaux et Niestlé, 1956) y Pierre Grelot, (De la mort a la vie éternelle. Études de théologie biblique, Paris: Cerf (Collection Lectio divina 67), 1971., fueron los primeros en estudiar de manera sistemática la esperanza escatológica en el Antiguo Testamento. Desde entonces, sus conclusiones, si bien es cierto que han experimentado ciertos matices y determinados retoques por parte de la Academia, ellos no son lo suficientemente significativos como para lograr opacar ni prácticamente contradecir, de ninguna manera, los brillantes resultados de sus penetrantes estudios sobre el particular.



            Si alguna conclusión destacable hemos de traer a colación en orden al tenor de sus trabajos es el hecho de que la entraña profunda de la creencia israelítica ha tendido siempre hacia la esperanza. Bien podría ser denominado el pueblo de Israel antiguo como el “pueblo de la esperanza”. No en vano Abraham, su padre, es calificado por san Pablo como el hombre que “esperando contra toda esperanza, creyó” (Rm 4, 18).

            No importa su forma ni mucho menos sus variables contenidos, ciertamente muy diferentes a lo largo de su historia, empero dicha esperanza siempre ha hallado carta de ciudadanía y lugar fundamental y fundante en el devenir de Israel.




            En un primer estadio la esperanza israelítica habrá de centrarse en el aquí, no en el más allá. En consecuencia, es en ésta nuestra vida terrenal donde el hebreo recibe las bendiciones de Dios, representadas fundamentalmente en la riqueza material, en la fertilidad y en la salud. Los que de tales bendiciones gozan pueden considerarse a justo título personas buenas, realizadas y plenas. Seres humanos felices y completos que han logrado saber vivir. La vida humana es el bien supremo en el cual el ser humano debe gozarse. Bien lo comprendió el Satán en su reproche al eterno, Job 2,4:

 

            “Respondió el Satán a Yahveh: (...) Todo lo que el hombre posee lo da  por su vida

 

            De manera que la preservación de la vida en el mundo es para el israelita, y con diferencia, lo más importante. Más todavía que el honor, que la tenencia material y hasta que la dignidad misma. Todas ellas son superadas por la existencia. Eclesiastés 9, 4:

 

            “Pues mientras uno sigue unido a todos los vivientes hay algo seguro,  pues vale más perro vivo que león muerto”.

 

            La comunidad terrenal humana representada por el pueblo hebreo, consensuada y protegida del enemigo externo, de la enfermedad – entonces tan frecuente - y de la pobreza, constituye el punto cenital de la felicidad y de las bendiciones de Yahvé. Una vida longeva y plácida es la muestra inequívoca de una vida realizada y en acorde a la voluntad de Dios. Desde esta misma perspectiva se expresa el documento deuteronomista:

           

 

Dt 5,16:

 

            “Honra a tu padre y a tu madre, como te lo ha mandado Yahvé tu Dios,          para que se prolonguen tus días y seas feliz en el suelo que Yahvé tu   Dios te da”.

           

Dt 16, 20:

 

            “Justicia, sólo justicia has de buscar, para que vivas y poseas la tierra   que Yahvé tu Dios te da”  

           

            La vida aquí en la tierra es el regalo más importante que Dios puede ofrecer al ser humano pues, si algo puede caracterizar a Yahvé, es precisamente su inagotable dinamismo vital, su capacidad de ser fuente de toda Vida y su deseo de comunicarla a su pueblo:

           

            Sl 42, 3:

 

            “Tiene mi alma sed de Dios, del Dios vivo”.

 

            No existe todavía una teología de la muerte, más que de manera inicial y muy balbuceante. Tan “tartajeante” y muda, que podemos considerarla a justo título prácticamente inexistente. Y es normal que así fuera, ya que siendo la muerte la negación de la vida y siendo, como hemos venido señalando, esta nuestra vida el teatro vital de la existencia, el lugar exclusivo donde Yahvé “el Viviente” se relaciona con sus creaturas, no cabe para el israelita mirar a otro lugar que no sea el ahora y el aquí que le proporciona su contexto vital.

            Debe afirmarse sin temor al error: el lugar teológico por excelencia es la vida, no la muerte. Si el ser humano cumple para con la voluntad de Dios y es fiel a sus mandamientos y promesas, hallará en su vida recompensa. Y, viceversa, viviendo alejado de Dios el ser humano hallará indefectiblemente la infelicidad, los problemas vitales y el sufrimiento, experimentando así una existencia incompleta, horrorosa y solitaria, pues la soledad en puridad se concreta en la ausencia de Dios en la vida del hombre. Un hombre sin Dios es un ser sin existencia. De ahí que el hombre, cuando se muestra desobediente a Dios, se convierta en el ser solitario por excelencia, porque no solamente camina alejado de Dios, sino también lo hace del pueblo con el que Yahvé pacta. Es un ser antisocial. La experiencia de la soledad es para Israel la experiencia de la inexistencia, del no ser, puesto que no puede haber vida faltando la obediencia del pueblo a Yahvé. Dt 8, 1- 4:

 

“Cuidaréis de poner por obra todo mandamiento que yo os ordeno hoy, para que viváis, y seáis multiplicados, y entréis y poseáis la tierra que Jehová prometió con juramento a vuestros padres. Y te acordarás de todo el camino por donde te ha traído Jehová tu Dios estos cuarenta años en el desierto, para afligirte, para probarte, para saber lo que había en tu corazón, si habías de guardar o no sus mandamientos. Y te afligió, y te hizo tener hambre, y te sustentó con maná, comida que no conocías tú, ni tus padres la habían conocido, para hacerte saber que no solo de pan vivirá el hombre, mas de todo lo que sale de la boca de Jehová vivirá el hombre”.





 

            Ahora bien, no debemos confundirnos deduciendo que el espíritu de Israel permanece – por así decirlo – apegado a los bienes materiales y a su tenencia como si ellas fueran el núcleo profundo de su relación con Yahvé. Dichos bienes constituyen efectivamente una señal divina, pero únicamente se constituyen en una mera muestra de la misma, de ninguna manera ni la fundamentan ni la justifican. El hombre israelita es tan solo un mayordomo de Dios. Y, como antedicha palabra señala etimológicamente, el hebreo es el “maior domus”, el mayor de la casa, el administrador principal de la misma, pero bajo ningún concepto el propietario final de ella ni de los bienes que la acompañan. Las posesiones, la riqueza, la salud y todo lo que circunscribe a un hombre que cumple la voluntad de Dios y obra según sus mandamientos no otorga ningún derecho ni posee tampoco una naturaleza exigible pues dicho hombre no “merece”, no es “dueño” de nada. Las cosas no tienen otro propietario que no sea Dios, quien las regala, y el ser humano las disfruta y tiene el deber de gestionarlas según los mandamientos y preceptos divinos. El hombre será siempre únicamente un gestor de las mismas.

            Desde esta perspectiva los escritos deuteronomistas, fomentados por el joven rey Josías, intentan fundamentalmente recuperar el espíritu de los antiguos profetas que exigían justicia social e igualdad entre los pertenecientes al pueblo. Así por ejemplo destaca la prohibición del préstamo incluso a bajo interés, y especialmente la institución de la manumisión de los esclavos que se convertían en tales por mor de las deudas contraídas, la única posibilidad de esclavaje en Israel. La legislación deuteronomista incidirá en el hecho de que un esclavo solamente podrá serlo durante siete años, tras los cuales deberá ser liberado y protegido hasta que encuentre acomodo laboral.

            Las tierras mismas tenían como único propietario a Yahvé, y debían serle restituidas tras una tenencia que no podía superar de ninguna manera los cincuenta años. Ello no quiere decir otra cosa que las tierras debían ser devueltas a los que las trabajaban.

            La legislación deuteronomista desea retornar al tenor de la voz profética exigiendo como hemos señalado igualdad social entre los israelitas. En realidad, históricamente, el esfuerzo de Josías no fue más allá de un brindis al sol, especialmente considerando que la hermandad entre los hebreos se había fracturado tres la invasión, destrucción y deportación por parte del imperio asirio del reino del norte, Samaria, el año 720 a.C. Desde esta perspectiva clamaba ya el primer Isaías desde al año 740 a. C.: Is 5, 8:

 

            “Ay de los que juntan casa a casa, y añaden heredad a heredad hasta ocuparlo todo! ¿Habitaréis vosotros solos en medio de la tierra?”

 

            O más tarde y en el mismo sentido Jeremías, en el reino del sur, o incluso Nehemías. Desgraciadamente Josías y su proyecto sucumbieron durante la primavera del año 609 a.C., cuando el joven rey, ahora desobediente al profeta Jeremías, insistió en coaligarse con el rey asirio intentando detener el avance de las tropas del faraón Necao. Josías, a pesar de las advertencias de Jeremías y del mismo Necao, presentó batalla a los egipcios conociendo la muerte en Carquemis, Meguido, como explica detalladamente y con amargura el texto de 2 Cro 35, 20 – 27.

            En definitiva, de la administración de los bienes materiales con los cuales el israelita es favorecido por Dios depende también en gran medida las bendiciones de Dios, el verdadero propietario de la casa (“domus”), léase de la Vida, quien siempre se acuerda de los menesterosos y de los sufrientes a través de las graves y poderosas sentencias pronunciadas por la boca de los antiguos y grandes profetas.



            Resumiendo un poco lo que hasta ahora se ha dicho: en sus albores, el pueblo hebreo contempla la retribución, pero la espera siempre durante el transcurso de su vida mundanal, donde habrá de ser bendecido en orden a su fidelidad al Dios de sus padres y de su pueblo, que es el Dios de la promesa. No se pregunta más que embrionariamente por el más allá – y esto sería ya conceder en exceso - considerando que el aquí y el ahora de su existencia es el único y supremo lugar donde se produce la comunión con Yahvé, el Dios de la Vida. La vida se convierte de este modo en el lugar teológico por excelencia.

            Por ende, la muerte no es nada más que el final esperable y obvio de la vida humana. No siendo un lugar teológico, la muerte carece de ser, razón por la cual la teología de las postrimerías ni tan siquiera existe, ni como esbozo de sentido, en este estrato primero y tan primitivo de la historia del pueblo de Israel que nos ha ocupado. Una óptima relación con Yahvé durante la vida es el epicentro de la existencia israelítica y, al contrario, un “infierno” “avant la lettre”.

 

 

Per semper vivit in Christo Iesu

 



 

    

 

             

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